LA LUZ QUE SIEMPRE ESTUVO ALLÍ



Nunca supe lo que tenía hasta que lo perdí. Hasta que el vacío se instaló en mi pecho como un invierno perpetuo. Ella, Elena, mi alma gemela, mi hermana del corazón… desapareció. Un día, simplemente dejó de responder mis mensajes, sus risas ya no llenaban mis tardes, su voz dejó de ser el refugio donde contaba mis conquistas, mis estupideces, mis sueños. Al principio, pensé que era un malentendido. Luego, rabia. ¿Cómo podía abandonarme así? Hasta que la oscuridad llegó. Una oscuridad densa, fría, que se colaba en mis huesos incluso bajo el sol. Las noches se volvieron interminables, el silencio de mi apartamento un eco ensordecedor de su ausencia. Las historias que solía contarle, esas aventuras pasajeras que antes me inflamaban el ego, ahora sabían a ceniza. Carne sin alma. Contacto sin conexión. Un vacío que ninguna otra podía llenar, porque el agujero tenía su forma exacta: la curva de su sonrisa, la luz de sus ojos castaños, la calma de su presencia.


Fue como despertar de un letargo profundo, doloroso. Un golpe en el estómago que me dobló en dos. La necesitaba. No como mi confidente, no como mi hermana. La necesitaba a ella. Completa. Total. Con una urgencia que me quitaba el aliento y me hacía temblar las manos. El amor me golpeó tarde, pero con la fuerza de un huracán, arrasando todas mis certezas estúpidas. Ese día viernes de media jornada tomé mi auto y me dirigí hasta esa pequeña ciudad costera donde supe que se había refugiado. El viaje fue un torbellino de recuerdos: sus carcajadas ahogadas cuando me tropezaba, sus ojos brillando mientras escuchaba mis tonterías, ese perfume sutil a jazmín y libros viejos que siempre la envolvía… y el dolor mudo que ahora veía reflejado en mil miradas suyas que no había sabido interpretar. ¡Dios, qué ciego había sido!


La vi sentada en la terraza del café junto a la costanera, la brisa marina jugueteando con su pelo oscuro. El corazón se me encogió y luego latió con fuerza de tambor de guerra. Parecía más frágil, pero había una luz nueva en ella, una determinación serena que antes no tenía. Al verme, sus ojos se agrandaron, un destello de dolor, de sorpresa, y algo más… ¿esperanza?


"¿Qué haces aquí?" Su voz, ese sonido que era mi hogar, tembló ligeramente.


Me senté frente a ella. El aroma del café recién hecho, el salitre de la brisa marina, su perfume… una sinfonía de sensaciones que me abrumó. Las palabras se atascaron en mi garganta, gruesas, dolorosas. Finalmente, brotaron.


"Me moría sin ti, Elena." La voz me salió ronca, cargada de una emoción que nunca había mostrado. "Me moría por dentro. Como si me hubieran arrancado la mitad del alma. Nada tiene sentido… nadie tiene sentido sin ti a mi lado."


Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. Ella, siempre fuerte, siempre mi roca, rompiéndose frente a mí. Fue entonces cuando lo confesó. Todo. El torrente de dolor contenido durante años salió en un susurro roto que me atravesó como cuchillos.


"Tenerte tan cerca…" comenzó, mirando sus manos entrelazadas, blancas por la presión. "Ser tu confidente, tu hermana… y anhelar ser más. Cada historia que me contabas… cada mujer que mencionabas… era como si alguien me clavara una daga aquí." Se llevó una mano al pecho. "Me desgarraba por dentro, Javier. Ver cómo buscabas en otras lo que yo… lo que yo te ofrecía desde siempre, sin condiciones. Pero no podía decírtelo. Temía perder lo único que tenía: tu amistad. Hasta que ya no pude más. Respirar el mismo aire que tú, sabiendo que nunca sería tuya… era una tortura lenta."


La culpa, aguda y punzante, me ahogó. "Perdóname," supliqué, alcanzando su mano sobre la mesa. Su piel estaba fría. "Perdóname por ser tan imbécil, por estar tan ciego. Busqué en todas partes… en brazos ajenos, en sonrisas vacías… buscando algo que nunca encontraba. Y eras tú, Elena. Siempre fuiste tú. Lo que anhelaba, lo que necesitaba… estaba aquí, frente a mí, todo este tiempo. En tu risa, en tu mirada, en tu forma de entender mis silencios. Te amo. Más de lo que jamás pensé que podría amar a nadie."


El mundo se detuvo. Un sollozo escapó de sus labios, pero esta vez fue distinto. Liberador. Nuestras manos se entrelazaron sobre la mesa, como tantas veces, pero el contacto ahora era una corriente eléctrica. Un pacto tácito. Algo fundamental había cambiado. El aire entre nosotros vibraba con una tensión nueva, dulce y peligrosa.


Salimos del café. Tomados de la mano, como siempre, pero cada paso resonaba con un significado distinto. El roce de sus dedos contra los míos ya no era fraternal; era una promesa, un reconocimiento. Caminamos sin rumbo fijo, bordeando la costanera junto a la playa donde los faroles empezaban a encender sus corazones amarillos contra el crepúsculo violáceo. La brisa llevaba el rumor del mar y el susurro de las hojas. Ella se detuvo junto a un viejo árbol, su perfil recortado contra el cielo morado. La miré. Realmente la miré. No a mi amiga, sino a la mujer que había amado en silencio, que había llevado mi cruz de dolor. La mujer que ahora tenía el poder de destruirme o salvarme con una palabra.


Sin pensarlo, atravesé el minúsculo abismo que nos separaba. Mi mano encontró su mejilla, suave como pétalos mojados. Ella inclinó la cabeza hacia mi palma, un gesto de rendición y anhelo. Nuestras miradas se enredaron, buscando la verdad última en las profundidades del otro. Y entonces… sucedió. Nuestros labios se encontraron.


No fue un beso de exploración tímida. Fue la ruptura violenta de un dique que había contenido océanos durante años. Fue un incendio que estalló en el punto de contacto, devorándonos al instante. Su sabor a café, a sal, a ella… fue la esencia misma de la vida que regresaba a mí. Gemimos en la boca del otro, un sonido primitivo de necesidad y alivio. Mis manos se hundieron en su pelo, anclándola a mí, temiendo que fuera un sueño. Las suyas me aferraron de la cintura, sus uñas clavándose levemente a través de mi camisa, una marca de posesión. El mundo exterior – el rumor del mar, el viento, el parque – se desvaneció. Solo existíamos nosotros, fundiéndonos en ese punto ardiente donde el amor y el deseo se convertían en una sola fuerza indomable.


"Tu departamento," logré gruñir contra sus labios, mi voz irreconocible, ronca por la urgencia. Ella asintió, sin palabras, sus ojos oscuros como pozos de deseo reflejando el mío.


El ascensor hasta su piso fue una eternidad de miradas cargadas y manos que exploraban con ansia contenida bajo la débil luz. Cada roce era una chispa, cada jadeo compartido, un avivamiento del fuego. Al cruzar el umbral de su pequeño refugio, la civilización se desvaneció. La puerta se cerró con un golpe sordo que resonó como un punto final a nuestro pasado.


Lo que siguió fue una tempestad de piel y suspiros, un lenguaje ancestral que no necesitaba palabras porque nuestros cuerpos se conocían en un nivel más profundo que cualquier conversación. Años de amor reprimido, de deseos ahogados, de miradas furtivas, estallaron en una sinfonía de sensaciones brutales y exquisitas. Cada curva que mis manos redescubrían bajo la tela – la suave concavidad de su cintura, el arco tenso de su espalda, la plenitud de sus pechos – era un territorio sagrado que ahora me pertenecía. Cada gemido que escapaba de sus labios, ronco y desgarrado, era una música que alimentaba mi propia locura. Su piel bajo mis labios era seda caliente, salada por nuestros sudores mezclados. El perfume de su cuello, ahora intensificado por la pasión, era mi único oxígeno.


Fue un torbellino de posesión y entrega. Ella se enroscaba a mí como una enredadera buscando sol, susurrando mi nombre entre jadeos, arañando mi espalda con una urgencia que me volvía loco. Yo la cubría, la exploraba, la adoraba con una devoción feroz, buscando en cada rincón de su cuerpo la confirmación de que era real, que era mía. No hubo timidez, solo la voracidad de dos almas hambrientas que finalmente se saciaban en el festín del otro. La habitación se llenó del sonido de nuestra pasión: el crujir de la cama, el roce de las sábanas, los jadeos entrecortados, los murmullos guturales de placer y posesión, el ritmo salvaje de nuestros cuerpos sincronizados en un baile ancestral. Cada roce, cada penetración, cada gemido ahogado era un verso en el poema de amor y lujuria que estábamos escribiendo con nuestros cuerpos, borrando años de distancia y dolor con cada segundo de fricción ardiente y placer compartido. Fue un éxtasis demoledor, una reconfirmación física de todo lo que nunca habíamos dicho, una tormenta perfecta que nos limpió y nos unió en un nivel primario, irrevocable.


En el silencio jadeante que siguió al cataclismo, nuestros cuerpos aún entrelazados, piel pegada a piel, sudor mezclado, ella apoyó la frente contra mi pecho. Su voz era un susurro roto, cargado de verdades eternas: "Siempre te amé, Javier. Desde el principio."


Yo la abracé con fuerza, enterrando mi cara en su pelo, inhalando su esencia, sintiendo las lágrimas caldas rodar por mis propias mejillas. "Y yo fui un idiota," confesé, mi voz temblorosa contra su piel. "Un idiota que perdió años buscando en espejos rotos lo que tenía en el diamante puro que eras tú. Perdóname por todo el dolor. Por no verte. Por no darme cuenta de que lo que mi alma buscaba en cada abrazo ajeno… eras tú. Solo tú, Elena. Mi luz. Mi hogar. Mi todo."


Pasamos la noche descubriéndonos de nuevo, no como amigos, sino como amantes que habían encontrado el centro del universo en el cuerpo y el alma del otro. Fue una noche de fuego lento y explosiones renovadas, de caricias que trazaban mapas de pertenencia, de susurros que sellaban promesas en la piel, de una intimidad que trascendía lo físico para fundirnos en un solo ser, sudoroso, jadeante y finalmente completo.


El amanecer nos encontró enredados, sus piernas entre las mías, su aliento cálido en mi cuello. Una franja de luz dorada se colaba por la ventana, iluminando su rostro en paz, marcado por las huellas de nuestra noche de pasión. La miré, realmente la miré, y vi el futuro. No el de los amigos inseparables, sino el de los amantes que habían atravesado el fuego para encontrarse. Un camino nuevo, luminoso, se abría ante nosotros. Tomé su mano, la misma que siempre había sostenido, pero ahora con un significado infinitamente más profundo. Ella abrió los ojos, esos ojos castaños que eran mi mundo, y me sonrió. Una sonrisa radiante, libre de sombras, llena de un amor que ya no tenía que esconderse.


Esta vez, el camino no sería solitario. Sería juntos. Enamorados. Completos. Finalmente, después de tanto tiempo perdido, habíamos encontrado el verdadero norte: el uno en el otro. Y el corazón, ese órgano que había languidecido en su ausencia, ahora latía con un ritmo nuevo, fuerte y alegre, como un tambor anunciando el principio de todo.


Guido Berly

Comentarios

  1. Guido berly,,UD me va dejar sin lágrimas;qué escrito más hermoso y apasionado,de verdad me llegó a lo más profundo de mi ser,me ha dejado impresionada,que fuerte cuando NO se reconoce el amor a tiempo,en este escrito se funcionó ese amor,de manera perfecta,pero No siempre es así...

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  2. Guido , me gustó mucho La luz qué siempre estuvo allí , la descripción de lo que siente cada personaje , es como estar viviendo el momento, lo felicito.

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