AROMA A JAZMÍN Y FUEGO

 


El extenso apagón de anoche me despojó de todas mis distracciones habituales, dejándome sin televisión, sin internet, solo la oscuridad devoradora y el crepitar hipnótico de los leños en la chimenea, cuyas lenguas de fuego lamiendo la penumbra proyectaban danzas de sombras rojizas en las paredes. Fue en ese vacío forzado, de tiempo detenido, en ese útero de sombras donde el tiempo perdió sus engranajes, que ella resucitó con la violencia de un cortocircuito en las neuronas mientras repasaba mis recuerdos de juventud. Ana María. No un recuerdo: un relámpago que hundió los años con un chasquido seco en las sienes, dejando un regusto a azufre y jazmín en la boca.

Fue una tarde en la que la primavera había explotado con furia seca y fragante, justo después del colegio. Yo caminaba, con los libros en la mochila y el cuello de la camisa empapado de sudor adolescente, por el "Parque de los Enamorados" (¡qué ironía punzante bajo el esternón!), cuando el milagro detuvo el aire. Ella. Vestido blanco, un desafío al polvo del camino. Y el sol, no tibio, sino un peso opresivo y dorado, un manto de metal fundido que caía sobre los árboles, calentando la nuca hasta hacerla pringar. En un ángulo perverso, traicionero. ¡Zas! La tela se volvió translúcida bajo el asedio lumínico, un velo de luz que reveló la silueta oculta: un trazo de carbón ardiente sobre el mundo. Hueso, curva, promesa pura que me apretó el estómago en un nudo incandescente. Un ángel sí, pero de esos que dejan marcas de quemadura. El aire se espesó, pegajoso de deseo adolescente, difícil de inhalar. El corazón: un tambor de guerra desbocado golpeando contra las costillas, un martilleo sordo que resonaba en los oídos. Detente, supliqué dentro de mí. O me deshago aquí mismo.

El crujido seco, repentino, de la bolsa de papel al reventar sonó como un hueso quebrado demasiado cerca. Manzanas rodaron como besos desparramados, golpeando la tierra con un ruido contundente que hizo saltar mi corazón a la garganta. Naranjas, pequeños soles capturados que escaparon por la acera, desprendiendo un aroma ácido que punzó las fosas nasales. Mandarinas reventando su cáscara tensa, liberando un aroma afilado, dulce, obscenamente cítrico que se enredó en la garganta. Ella emitió un suspiro frustrado, un sonido pequeño que me atravesó como un dardo.

Sin pensarlo, ya estaba arrancándome el suéter áspero de lana sobre la camisa sudada. El aire tibio golpeó mi torso desnudo, un escalofrío fugaz. —Permítame —dije—, la voz más firme de lo que sentía. Tendí la prenda sobre la acera caliente como un mantel improvisado. —Aquí. Podemos usarlo de canasta —. Me arrodillé rápidamente, la grava mordiendo las rodillas, y comencé a recoger las frutas rodantes, mis dedos temblorosos rozando las pieles frescas y lisas, evitando tocar sus zapatos de tacón fino que estaban tan cerca que podía oler el cuero nuevo. Las manzanas pesaban, húmedas y tibias por el sol. Las naranjas, redondas y firmes. Las mandarinas, frágiles bombas de olor.

Ella se agachó junto a mí, su vestido blanco rozando mi brazo desnudo —un contacto eléctrico, fugaz, que dejó un rastro de fuego en la piel—. —Qué práctico —murmuró—, su voz un terciopelo caliente muy cerca de mi oreja. Recogió una mandarina con dedos largos y cuidadosos, depositándola en el centro de mi suéter extendido. Su perfume —jazmín fresco y algo más profundo, como tierra mojada después de la lluvia— se mezcló con el cítrico agrio, creando una niebla embriagadora a nuestro alrededor. —Gracias... ¿cómo te llamas? — Su pregunta flotó en el aire cargado, sus ojos pozos negros fijos en los míos mientras mis manos seguían atrapando frutas rebeldes.

—Carlos —logré articular—, la lengua pastosa. —Carlos Mendoza —. Sentí el calor ascendiendo por el cuello, consciente de mi torso expuesto al sol y a su mirada.

—Ana María —sonrió—, y su nombre fue la primera cerilla raspando la caja de fósforos en mi mente, un chasquido seco seguido de una llama repentina que ascendió por el pecho. —Eres un salvador, Carlos Mendoza —. Atamos las mangas del suéter formando una bolsa tosca pero funcional, llena de sol capturado y promesas ácidas. Ella se levantó con gracia, sosteniendo un extremo del nudo. Yo me incorporé más torpemente, cargando el peso en mis brazos, sintiendo la aspereza de la lana contra la piel sudada de mis antebrazos, el calor de la fruta a través de la tela.

—Vivo en la Torre Magnolia, a tres cuadras —dijo—, señalando con la barbilla hacia el imponente edificio de vidrio que relucía bajo el sol. —Es demasiado peso para llevarlo sola ahora —. Hizo una pausa, sus ojos oscuros estudiándome, una sonrisa leve jugando en sus labios. —¿Serías tan caballeroso de acompañarme, Carlos? —

La pregunta no era solo una petición: era un anzuelo arrojado a aguas turbulentas. —Claro —dije—, demasiado rápido, la palabra seca. —Con gusto —. El "Parque de los Enamorados" (¡qué nombre tan cruel resonando como una burla en cada paso!) se convirtió en nuestro escenario. Caminamos bajo la bóveda verde, el bulto pesado y fragante balanceándose entre nosotros, un péndulo de deseo incipiente. Yo sentía cada roce de su hombro contra el mío, cada vez que su mano ajustaba el nudo del suéter, como pequeñas descargas. Hablamos —el calor asfixiante (—Este sol parece querer derretirnos —dijo ella, enjugándose una gota de sudor en la sien con un dedo elegante que seguí con la mirada—), los exámenes del colegio (—¿Último año? —preguntó—, y mi asentimiento pareció interesarle), el nombre curioso del parque (—Irónico, ¿no? —murmuré—, y su risa clara, como campanadas, hizo vibrar mis tímpanos). Yo bromeaba torpemente, sintiendo cómo el sudor frío empapaba la espalda de mi camisa ahora que el suéter no me cubría, expuesto bajo su mirada que a veces parecía pesar mi juventud, mi torso desnudo bajo la tela fina. El deseo era una bestia joven y asustadiza corriendo bajo mi piel, alimentada por cada sonrisa suya, cada roce accidental. 

La Torre Magnolia se alzó ante nosotros, un coloso de vidrio espejado y acero que devolvía el sol con un destello cegador. Era nueva, imponente, olía a mármol pulido y a poder. Antes de que alcanzáramos la puerta de bronce, el conserje — un hombre impecable en uniforme gris perla, con gestos de ballet bien ensayado — se adelantó con una sonrisa profesional.
"Buenas tardes, señora Del Valle", dijo con una inclinación perfecta, abriendo la puerta con un movimiento fluido. Sus ojos, agudos pero respetuosos, se posaron un instante en mí, en mi uniforme escolar.
"Buenas, Alberto", respondió Ana María, su voz suave pero dueña del espacio. "Este es mi sobrino Carlos. Me salvó de un desastre frutal en el parque".
"Encantado, joven", murmuró el conserje, con una leve inclinación que no ocultó del todo su evaluación rápida, profesional. "¿Necesitan ayuda con la bolsa?"
"No, gracias, Alberto. Llegamos", dijo ella, guiándome hacia el vestíbulo, un universo de mármol blanco, luz difusa y aire acondicionado silencioso que olía a flores caras y limpieza absoluta.


El ascensor no era una jaula: era una cápsula de acero bruñido y espejos que reflejaban nuestra imagen multiplicada — ella, serena y luminosa; yo, un muchacho desajustado en su mundo. Las puertas se cerraron con un suave clic hermético. Un zumbido casi inaudible nos elevó. "Octavo", dijo ella. El aire dentro olía limpiamente a su perfume — jazmín, sí, pero fresco, nítido, como un jardín de madrugada —, un aroma que se enroscó en mis pulmones, exacerbando el latido furioso en mis sienes.

La puerta del departamento se abrió a un mundo de luz. Amplios ventanales inundaban el living con la tarde dorada, iluminando muebles de líneas modernas, sofás de cuero blanco, una alfombra persa como un jardín congelado. Todo era orden, espacio, lujo discreto. El mismo perfume fresco — jazmín y algo cítrico, limpio — flotaba en el aire, más intenso aquí, mezclado con el aroma a café recién hecho que venía de la cocina abierta.
"Este suéter es un héroe, pero lleva las marcas de la batalla", dijo ella, señalando las manchas amarillas de sol y zumo cítrico. "Déjamelo. La lavadora es rápida y silenciosa, como todo aquí". Con gesto natural, lo deslizó de mis hombros. Sus dedos rozaron mi camisa sudada, un contacto fugaz que envió un escalofrío eléctrico por mi espina dorsal. Lo depositó en una lavadora integrada en un armario de madera clara en la lavandería, invisible hasta que ella la abrió. El aparato se encendió con un leve parpadeo azul, sin ruido.
"¿Un jugo? Después del drama frutal, lo merecemos", dijo, dirigiéndose a la cocina de acero reluciente. Tomó dos naranjas del bulto. El sonido del cuchillo cortando la cáscara fue un crujido húmedo y prometedor. El exprimidor eléctrico zumbó suavemente. El líquido dorado cayó en dos vasos altos de cristal fino, añadiendo cubitos de hielo que tintinearon como campanillas. Me tendió uno. Nuestros dedos rozaron al pasar el vaso helado — un contacto breve, eléctrico, que hizo que el aire se espesara.
"Salud, salvador de frutas", brindó, sus ojos oscuros sosteniéndome.
"Salud", murmuré, el primer trago frío, ácido y revitalizante corriendo por mi garganta seca. Pero el alivio físico palidecía ante la tormenta interior: una euforia como corriente eléctrica bajo la piel, un zumbido de adrenalina y deseo crudo que amenazaba con romperme. Intenté controlarlo, apretar los músculos, disimular el temblor en las piernas.

Nos sentamos en los bordes de dos sillones de cuero blanco, enfrentados, pero el espacio entre ellos parecía vibrar. Ella cruzó las piernas con elegancia. El vestido se corrió apenas, revelando un tobillo fino, un talón pálido. Mi mirada se aferró a esa línea de piel como un náufrago a un madero. Hablábamos. De qué, apenas lo registraba. Ella preguntaba sobre el colegio, los profesores, mis planes. Yo respondía con frases cortas, torpes, la voz un poco ronca, la mente nublada por el olor a jazmín fresco que emanaba de su piel tan cerca, por el recuerdo de su brazo rozando el mío en el parque, por la visión de la silueta ardiente bajo el sol. Cada palabra suya era un roce en los nervios expuestos. Cada risa suya, clara y breve, resonaba en mi pecho como un golpe, haciéndome consciente del latido furioso contra el esternón. Cada gesto de sus manos, largas y expresivas, dibujando formas en el aire, me hipnotizaba, me atraía como un imán. La euforia era un fuego en la sangre, un vértigo dulce que hacía que el lujoso departamento girara levemente. Quería saltar, correr, gritar. Quería tocarla. Quería desaparecer. Era una borrachera sin alcohol, peligrosa y gloriosa.

—Estás muy callado, Carlos —dijo en un momento—, inclinándose ligeramente hacia adelante. Su mirada era una exploración lenta, desde mis zapatos polvorientos hasta mis ojos, que sentía demasiado abiertos, demasiado reveladores. —¿Te intimida este lugar? ¿O soy yo? — La pregunta cayó como una piedra en un estanque quieto. Directa. Peligrosa. Sentí el calor subirme violentamente por el cuello, abrasando las orejas. El vaso de jugo estaba helado en mis manos, pero mi palma sudaba contra el cristal. ¿Cómo responder? ¿Admitir que su sola presencia me hacía sentir que podía volar y desintegrarme al mismo tiempo? ¿Que el roce de su vestido contra el sofá era el sonido más fascinante del mundo? —Es... todo es muy nuevo —balbuceé—, desviando la mirada hacia los ventanales, hacia la ciudad bañada en oro que parecía estar a mil leguas de distancia. —Muy impresionante. Y usted... usted es muy amable —. —Amable —repitió ella—, y en su voz había un matiz, una sombra de algo que no era amabilidad, quizás ironía, quizás... interés. —Bueno, no te preocupes. El asombro se pasa. O se transforma —. Bebió un trago largo de su jugo, su garganta palpitando con el movimiento. Yo seguí su línea de clavícula, la curva del cuello, imaginando la piel allí, caliente bajo mis labios. La euforia se convirtió en un rugido sordo en los oídos.

El timbre electrónico de la lavadora sonó entonces, un trino discreto que cortó el hechizo como un cuchillo. Ana María se levantó con suavidad. —Ah, listo el héroe —anunció—, dirigiéndose hacia la lavandería integrada. Yo aproveché para respirar hondo, intentando aplacar el fuego interno, el temblor de las manos. La sensación era adictiva y aterradora. Cuando volvió, sostenía mi suéter, ahora limpio, doblado con pulcritud, pero aún ligeramente húmedo. Lo extendió hacia mí. Sus dedos rozaron los míos de nuevo al entregarlo —esta vez un contacto más prolongado, deliberado, que envió una descarga hasta la base de mi espina dorsal—. —Aquí tienes. Como nuevo. Bueno, casi —. Su sonrisa era ahora un arma de precisión. —Gracias —dije—, apretando la prenda limpia contra mi pecho como un escudo. Olía a jabón caro y a calor de secadora, pero bajo eso, persistía, o quizás lo imaginaba, un tenue rastro de jazmín fresco.

—Pasa mañana por la tarde, después de tu colegio —repitió la orden—, ahora con los ojos fijos en los míos, sin sonreír. —Sobre las cinco. Estaré aquí —. Era más que una invitación. Era un desafío. Un precipicio abierto. La euforia se mezcló con un vértigo gélido en el estómago. —Claro —asentí—, la palabra saliendo como un susurro ronco. —Pasaré —. Sostuvo mi mirada un segundo más, un segundo eterno donde el aire vibró con electricidad no dicha. Luego, con un movimiento elegante, señaló hacia la puerta. —Hasta mañana, entonces, Carlos —.

Salí al pasillo silencioso y climatizado. La puerta se cerró tras de mí con el mismo clic hermético y definitivo. Me apoyé contra la pared fría del pasillo, el corazón martillando como si quisiera escapar de mi pecho, el suéter limpio aún apretado contra mí. El olor a jazmín fresco parecía haberse incrustado en mis fosas nasales, en mi piel, en mi cerebro. La euforia no se había ido. Ardía, vibrante, peligrosa, mezclada con una ansiedad dulce y un deseo que ya no sabía contener. Mañana a las cinco. Las palabras resonaban en el silencio del lujoso pasillo, un tambor de guerra en el cráneo vacío, prometiendo un incendio aún mayor en medio de aquella pulcra perfección. El volcán en mis venas rugía, y yo, ebrio de sensaciones nuevas, ya no quería contenerlo.

La espera fue una condena en cámara lenta.
Las horas siguientes a dejar la Torre Magnolia no pasaban: se arrastraban como alquitrán caliente sobre la piel. La tarde se extendió en una agonía de luz mortecina.
Yo era un chico de campo que vivía solo en una habitación que arrendaba en una casa destinada a alquilar habitaciones a personas como yo, vivía allí durante todo el periodo escolar, de marzo a diciembre, y luego volvía a mi hogar en el campo junto a mi familia. Esa noche se me hacía imposible dormir.
El contacto de la sábana áspera me recordó, con una sacudida eléctrica, el roce fugaz de los dedos de ella al entregarme el vaso de jugo.

Arriba, en mi cuarto, la tortura alcanzó su punto álgido. El suéter limpio, doblado con pulcritud sobre la silla, emanaba un fantasma tenaz de jabón caro y, debajo, persistía, o quizás lo anhelaba con tanta fuerza que lo inventaba, el rastro embriagador de jazmín fresco. Lo cogí, lo apreté contra mi cara, enterrando la nariz en la lana aún tibia de la secadora. Aspiré profundamente. Nada. Solo jabón. Pero en mi mente, el aroma estallaba, nítido y punzante, mezclado con el recuerdo del zumo ácido, la curva de su cuello bajo la luz, la sonrisa que era un desafío. La frustración era un nudo de serpientes en el estómago.

La noche no fue noche: fue un purgatorio de vigilia electrizada. Me acosté temprano, esperando que el sueño acortara el suplicio. Fue un error. Las sábanas, antes cómodas, se convirtieron en un infierno de texturas ásperas y temperaturas cambiantes. Un calor repentino, húmedo, como lava subiendo por las venas, me hacía arrojar las cobijas. Luego, un escalofrío gélido, repentino, me obligaba a buscarlas de nuevo, tiritando. El cuerpo no encontraba paz. Cada célula parecía vibrar con la energía acumulada de la tarde, con la promesa envenenada de mañana a las cinco.

Cerrando los ojos, la pantalla interior se encendía con imágenes implacables, en alta definición:

El destello perverso del sol atravesando el vestido blanco, revelando el trazo de carbón ardiente.

La succión física de sus ojos negros, pozos sin fondo donde me había precipitado.

El roce eléctrico de sus dedos al pasar el vaso helado.

La curva de su tobillo pálido sobre el cuero blanco del sofá.

La pregunta peligrosa: "¿Te intimida este lugar? ¿O soy yo?"

Y sobre todo, sus ojos fijos en los míos al decir "Pasa mañana", una orden que resonaba en mis huesos.

Me daba vueltas en la cama, buscando una posición imposible. La almohada se calentaba, se volvía enemiga. La respiración se me aceleraba sin motivo, un jadeo sordo en la oscuridad. Intentaba pensar en ecuaciones, en el partido del domingo, en cualquier banalidad. Inútil. Su rostro, su voz, su perfume, su proximidad prohibida y magnética invadían cada rincón de mi mente como un ejército victorioso. El deseo, crudo e inexperto, era una bestia hambrienta que roía mis entrañas, un fuego que no se apagaba con agua, sino que crecía con cada intento de sofocarlo. Sentía una tensión insoportable en el bajo vientre, un latido insistente, vergonzoso y glorioso a la vez, que me recordaba mi juventud animal, completamente fuera de control.

Las horas se marcaban con el tic-tac ensordecedor del reloj de mi mesa de noche, cada segundo un martillazo en las sienes. La una... las dos... las tres de la madrugada... La ciudad dormía en un silencio profundo, acusador. Yo estaba más despierto que nunca, prisionero de un circuito de imágenes y sensaciones que se repetían en bucle, cada vez más intensas, más obsesivas. "Mañana a las cinco... Mañana a las cinco..." Las palabras eran un mantra que bombeaba lava por mis venas, un recordatorio constante del precipicio al que me había asomado y al que ansiaba arrojarme.

El amanecer no trajo alivio, sino una nueva forma de agonía. La luz grisácea que se filtraba por la ventana me encontró con los ojos ardientes, la boca pastosa, el cuerpo pesado como plomo, pero la mente frenética. Había dormido, quizás, en breves y agitados microsueños poblados por sus manos, su boca, su piel. Despertar era volver a la realidad cruel del tiempo que aún no avanzaba lo suficiente. El día del colegio fue una niebla. Las clases, un murmullo ininteligible. Los profesores, sombras sin rostro. Mi cuerpo estaba allí, pero yo flotaba en otra dimensión, atado al tictac implacable de un reloj interno que solo marcaba la cuenta regresiva hacia las cinco. Cada minuto era una montaña que escalar. Cada hora, una eternidad de sudores fríos y palpitaciones aceleradas cada vez que el pensamiento, inevitable, volvía a la Torre Magnolia, al sofá blanco, a sus ojos oscuros cargados de un secreto que anhelaba descifrar con mis manos, mi boca, mi cuerpo virgen.

Las cuatro de la tarde. Salí del colegio como un proyectil, la mochila pesando como piedras pero mis piernas ligeras, impulsadas por un motor interno de pura ansiedad. El camino hacia la Torre Magnolia, normalmente de quince minutos, lo recorrí en diez, esquivando gente, sintiendo el sudor frío empapar la camisa bajo la chaqueta. El aire olía a escape y a primavera, pero yo solo aspiraba, en mi delirio, el fantasma del jazmín fresco. Cada paso resonaba como un tambor en mi pecho: más cerca, más cerca, más cerca.

Las cuatro cuarenta y cinco. Me detuve frente al imponente muro de vidrio de la Torre Magnolia, jadeando, el corazón a punto de estallar contra las costillas. El edificio relucía bajo el sol de media tarde, frío, perfecto, impenetrable. Allí arriba, en el octavo piso, estaba ella. El fuego. El volcán. El precipicio. La espera había sido un infierno. Ahora, el vértigo del encuentro inminente me agarraba la garganta, dulce y terrorífico. Tomé aire, tratando de dominar el temblor de mis manos, de aparentar una calma que estaba a años luz de mi realidad. El conserje impecable, Alberto, ya me observaba desde detrás de la puerta de bronce. Era hora de cruzar el umbral. De arder.

La Torre Magnolia se alzaba como un acantilado de vidrio bajo el sol declinante, reflejando un cielo teñido de naranja y rosa que parecía burlarse de mi agitación interior. El latido en mis sienes era un tambor de guerra sordo, sincronizado con el taconeo frenético de mis pasos sobre la acera. Las cuatro cincuenta. Cada segundo pesaba como un ladrillo en el pecho. El conserje, Alberto, ya estaba tras la puerta de bronce bruñido, su silueta impecable recortada contra el mármol luminoso del vestíbulo. Su mirada, aguda y profesional, me atrapó antes de que yo tocara el metal frío. La puerta giró sin un ruido bajo su mano experta.
—Buenas tardes, joven Mendoza —dijo con una inclinación perfecta—, pero sus ojos escrutadores no perdían detalle: mi pelo revuelto por la carrera, la sombra oscura bajo mis ojos ardientes, la respiración aún entrecortada que nublaba levemente el vidrio de la puerta. —La señora Del Valle espera en el octavo —. La frase, simple y protocolaria, fue un latigazo eléctrico en mis nervios expuestos. Asentí, incapaz de articular palabra, la garganta cerrada por un nudo de ansiedad y euforia. Crucé el vestíbulo silencioso, sintiendo cómo el aire frío y perfumado (jazmín fresco y pulcritud) chocaba con el calor salvaje que emanaba de mi piel sudorosa. Mis zapatos resonaron con un eco indecente sobre el mármol pulido.

El ascensor era una cápsula de lujo y terror. Las puertas de acero bruñido se cerraron con un suspiro hermético, atrapándome con mi reflejo multiplicado en los espejos: un muchacho desencajado, con pupilas dilatadas por la falta de sueño y la expectativa, en medio de aquella pulcra frialdad. Apreté el botón del 8. El suave zumbido de ascenso resonó en mis huesos como el ronroneo de una bestia. En la penumbra reluciente del cubículo, el olor a jazmín fresco parecía intensificarse, un fantasma tangible que me envolvía, recordándome cada detalle de la tarde anterior: la curva de su tobillo, el roce de sus dedos, el desafío en sus ojos. "Mañana a las cinco". Las palabras habían sido el eje sobre el que había girado mi existencia en las últimas veinticuatro horas interminables. Había sido una espera de fiebre y vigilia, una abstinencia brutal de algo que apenas había probado pero que ya sentía como adicción. Cada minuto desde que salí de allí había sido un desierto árido, solo habitado por el fantasma de su perfume y el fuego incontrolable que había encendido en mis venas.

El "ding" suave del ascensor al detenerse me hizo saltar. Las puertas se deslizaron abriéndose al pasillo silencioso y climatizado del octavo piso. El mismo olor a jazmín fresco, más intenso aquí, flotaba en el aire, mezclado ahora con un tenue aroma a velas recién apagadas. Caminé hacia su puerta, mis pasos amortiguados por la alfombra gruesa, el corazón golpeando tan fuerte que temí que ella lo oyera desde dentro. Antes de tocar el timbre, me detuve, cerrando los ojos un instante, tratando de dominar el temblor de mis manos, de disimular la tormenta bajo una apariencia de calma imposible. Respiré hondo, aspirando el jazmín como si fuera oxígeno puro. El recuerdo de la noche pasada me asaltó: las sábanas convertidas en un mar tormentoso, el suéter limpio apretado contra mi rostro buscando inútilmente su rastro, las imágenes incandescentes de su silueta bajo el sol, de sus labios, de su piel hipotética bajo mis manos, que no me abandonaron ni en los breves y agitados microsueños. Había sido un suplicio de deseos reprimidos y preguntas sin respuesta, un bautismo de fuego en la agonía del anhelo adolescente.

Toqué el timbre. Una campanilla discreta y melodiosa sonó al otro lado. Los segundos que tardó en abrirse la puerta fueron un abismo. Luego, allí estaba ella.

Ana María. No vestía blanco, sino un conjunto suelto de lino color arena que hacía resaltar su palidez. Su cabello, recogido con despreocupación, dejaba escapar mechas rebeldes en la nuca. Y sus ojos... sus ojos negros, siempre profundos, tenían hoy un velo, una tristeza nueva que palpitaba en ellos como una herida fresca, haciéndola parecer vulnerable, real, infinitamente más magnética. —Carlos —dijo—, y su voz sonó más grave, más cansada que ayer, pero aun así, el terciopelo untado en miel que me perforó el bajo vientre. Una sonrisa leve, casi triste, tocó sus labios. —Puntual. Me gusta —.

Me hizo pasar. El departamento estaba bañado por la luz dorada y melancólica del atardecer, largas sombras recortándose sobre el mármol y el cuero blanco. No había rastro de jugo ni de frutas. Todo estaba en su lugar, pulcro, impecable, pero el aire vibraba con una tensión nueva, más densa que ayer. —¿Cómo estuvo tu día? —preguntó—, dirigiéndose hacia el sofá, moviéndose con una lentitud estudiada, como si cada paso le costara un esfuerzo. Su tristeza era un imán, una grieta en su armadura de elegancia que me atraía con fuerza brutal.

—Largo —respondí—, la voz ronca. Me senté en el borde del sillón frente a ella, incapaz de apartar la mirada de su perfil recortado contra la ventana, de la línea de su cuello, de la fragilidad que emanaba de ella. La euforia de llegar, la ansiedad acumulada, se transformó en una urgencia distinta, más profunda, más peligrosa: la necesidad de tocarla, de consolarla, de borrar esa sombra de sus ojos. El fuego no se había apagado; se había mezclado con algo más oscuro, más posesivo.

Ella guardó silencio un momento, mirando las últimas brasas del sol poniente. —El mío también —murmuró—, casi para sí misma. Luego, giró lentamente la cabeza hacia mí. Sus ojos, negros y húmedos, me sostuvieron. —A veces... a veces todo pesa demasiado, ¿sabes, Carlos? — La confesión, leve pero cargada, cayó entre nosotros como una piedra en un estanque quieto.

No lo pensé. El impulso fue más fuerte que la razón, que el miedo, que la torpeza adolescente. Me levanté, cruzando la distancia mínima pero abismal que separaba los dos sofás. Me senté a su lado, en el amplio sofá blanco, sintiendo la firmeza del cuero bajo mis muslos tensos. El aire se espesó, cargado de jazmín fresco, tristeza y deseo reprimido. Ella no se movió. Solo sus ojos, profundos y heridos, siguieron los míos, con una mezcla de sorpresa, cansancio y algo más... algo que parecía esperanza, o tal vez rendición.

—Ana María... —comencé—, pero las palabras se ahogaron en mi garganta. No había palabras para lo que sentía, para la tormenta que rugía dentro de mí, alimentada por su vulnerabilidad, por su proximidad, por la espera insufrible de las últimas horas.

Entonces sucedió. Como si un hilo invisible se rompiera, su cabeza, que había estado erguida con un esfuerzo visible, cayó hacia un lado. No hacia el respaldo del sofá, sino hacia mi hombro. El peso fue leve, pero el impacto físico y emocional fue cataclísmico. Sentí el calor de su sien a través de la fina tela de mi camisa, el suave roce de su cabello contra mi cuello, el leve temblor que recorría su cuerpo. Olía a jazmín fresco y a lágrimas no derramadas. Fue el detonante.

Todo lo que había contenido estalló. El deseo acumulado durante la espera insomne, la euforia frenética del primer encuentro, la ansiedad del reencuentro, la compasión ardiente por su tristeza... todo convergió en un impulso ciego, animal. Mi brazo rodeó sus hombros, no con ternura, sino con una urgencia posesiva, tirando de ella hacia mí. Mi otra mano encontró su mejilla, torpemente, guiando su rostro hacia el mío. Y antes de que pudiera pensar, antes de que pudiera temer, antes de que el mundo pudiera detenerse...

Nuestros labios se encontraron.

No fue un beso. Fue una colisión. Fue un ahogo mutuo. Fue la resurrección y la caída libre, todo en un instante infinito. Sus labios, más suaves de lo que jamás había imaginado, se abrieron bajo los míos con un suspiro ahogado que fue música y condena. El sabor fue salado (¿sus lágrimas? ¿Mi sudor?) y dulce, obscenamente dulce, como la fruta prohibida del Edén. El mundo explotó en silencio. El lujoso departamento, el sofá blanco, la ciudad dorada tras la ventana... todo se desvaneció, consumido por el incendio que estalló donde nuestros cuerpos se unían. El volcán dormido en mis venas rugió, liberando su lava, y yo, Carlos, el adolescente torpe y asustado, me arrojé al fuego sin mirar atrás. La larga espera, la noche en vela, el vértigo... todo culminaba en este instante de pura, gloriosa y aterradora combustión.

La colisión de labios no fue un final: fue el detonante de un universo en expansión. El mundo exterior —la Torre Magnolia, el sofá blanco, el atardecer dorado— se desintegró en una nebulosa de sensaciones brutales, primarias. El sabor de sus labios (salado por una lágrima no derramada, dulce por una promesa antigua) se fundió con el aroma a jazmín fresco que ahora emanaba de su piel caliente, creando un elixir embriagador que nubló toda razón. Mis manos, torpes y febriles, ya no vagaban: se aferraron. Una en su nuca, sintiendo los finos huesos bajo la piel sedosa, los músculos tensos como cuerdas de violín. La otra, perdida en la tela suave de lino de su espalda, buscando anclaje en un mar de sensaciones que me arrastraba hacia el abismo.

Ella no se resistió. Al contrario. Un gemido ahogado, gutural, vibró contra mis labios, un sonido que no era de dolor, sino de rendición, de hambre saciada después de una larga abstinencia. Su cuerpo, antes rígido por la tristeza, se arqueó hacia el mío como una planta hacia el sol, buscando contacto, presión, fusión. Sus manos, hasta entonces inertes en su regazo, despertaron con urgencia. Una se enredó en mi pelo, tirando con una fuerza que rozaba el dolor pero que sólo avivó el fuego. La otra palmeó mi espalda, descendiendo con rapidez ávida, arañando la tela de mi camisa escolar, trazando caminos de fuego hasta aferrarse a mi cintura, hundiendo los dedos en mi carne con una necesidad animal.

El beso dejó de ser un contacto para convertirse en un territorio a conquistar. Su lengua, una serpiente de fuego viva y experta, encontró la mía, no en un juego, sino en una batalla húmeda y silenciosa. Trazó círculos, exploró, invadió, enseñándome un alfabeto prohibido que mi boca adolescente balbuceaba torpemente, pero con una avidez voraz. Cada roce, cada succión, cada mordisco leve en mi labio inferior enviaba relámpagos por mi columna vertebral, concentrando un calor insoportable, un latido furioso y vergonzoso en el bajo vientre que presionaba contra el tejido áspero de mi pantalón. Era un dolor glorioso, una tensión que exigía liberación.

Mis manos, guiadas por un instinto más antiguo que mi inexperiencia, iniciaron su propia exploración. Dejaron la seguridad de su nuca y su espalda para aventurarse hacia los flancos, hacia el costado de su torso bajo el lino suelto. Sentí el relieve duro de sus costillas, la hondura frágil de su cintura, la curva ascendente hacia... ¡Dios! La cima redonda, firme, inconfundible de su pecho. Me detuve, paralizado por el descubrimiento, por el temor de profanar, por la intensidad del deseo que amenazaba con romperme.

Fue ella quien cortó la duda. Con un movimiento rápido, decisivo, casi furioso, su mano abandonó mi cintura y atrapó la mía que titubeaba cerca de su costado. Sus dedos, fuertes y calientes, entrelazaron los míos con una presión que hablaba de urgencia, no de ternura. Y entonces, con una mirada que era un abismo de oscuridad y consentimiento, arrastró mi mano. No hacia su espalda. No hacia su cintura. La arrastró, aplastándola con firmeza contra la curva perfecta, viva, que latía salvaje bajo el lino fino de su pecho izquierdo.

¡FUEGO!

La sensación fue cataclísmica. La curva era más suave, más caliente, más real de lo que jamás había soñado en mi noche insomne. Latía. Bajo mi palma sudorosa, aplastada contra la tela y la carne, sentí el golpe sordo, acelerado, poderoso de su corazón. O tal vez era el mío. O ambos fundidos en un solo tambor desquiciado que retumbaba en mis oídos, en mis huesos, en el centro mismo de mi ser. ¡BUM! ¡BUM! ¡BUM! Cada latido era una detonación, una onda expansiva que desintegraba los últimos vestigios de Carlos el colegial, dejando sólo a Carlos el animal, el poseído, el incendiado.

Un jadeo ronco, desgarrado, escapó de su garganta. Sus ojos se cerraron, las pestañas largas temblando sobre las mejillas pálidas. Su cuerpo se estremeció contra el mío, un arco tenso de puro placer o dolor, no lo sabía, no me importaba. Mi dedo pulgar, movido por un impulso ciego, rozó la punta dura, evidente, que se erguía bajo la tela del lino, delineada con obscena claridad contra mi palma. Ella gimió más fuerte, una queja larga y temblorosa que se clavó en mi cerebro como un canto de sirena.

—Carlos... —murmuró—, su voz un hilillo de arena caliente, rota por la emoción. Pero no dijo "basta". No dijo "detente". Su mano, la que no sujetaba la mía contra su pecho, descendió de nuevo. Esta vez no a mi espalda. Se deslizó por mi costado, febril, impaciente, rozando la planicie tensa de mi abdomen a través de la camisa. Sus dedos encontraron el borde de mi cinturón, titubeando un instante apenas perceptible antes de hundirse, ávidos, bajo la tela, buscando la piel sudorosa de mi vientre. El contacto directo, la punta de sus uñas arañando ligeramente mi piel por debajo del pantalón, fue un electroshock.

Todo mi cuerpo se convulsionó hacia adelante, presionándola contra el respaldo del sofá. El cuero blanco crujió bajo nuestro peso combinado. Nuestras bocas se encontraron de nuevo, pero ya no era un beso: era un devorarse mutuamente, un intercambio de alientos entrecortados, de jadeos húmedos, de sabores mezclados (jazmín, sal, desesperación). Mis dedos, ahora osados, ya no se contentaban con palpar la curva a través de la tela. Temblorosos, febriles, buscaron el escote del vestido de lino, encontrando el botón superior. La tela cedió fácilmente bajo mi torpe manipulación, revelando un centímetro más de piel, la sombra del comienzo de esos montes perfectos, la promesa de la tela fina de un sostén color carne.

Fue entonces que su mano, la que exploraba bajo mi camisa, se detuvo. No la retiró, pero su avance cesó. Sus dedos se aferraron a mi cadera, con una presión que era casi dolorosa. Rompió el beso, separando sus labios hinchados de los míos con un sonido húmedo y desgarrador. Sus ojos negros, ahora velados por una bruma de pasión y algo más... culpa? ¿Miedo? Me miraron fijamente, desde muy cerca. Su respiración era un fuelle roto, caliente contra mi cara.

Entonces, el muro. No de ladrillos, sino de aire súbitamente helado. Su mano detuvo su descenso, clavándose en mi cadera como un áncora en medio del huracán. Sus ojos se abrieron: dos pozos negros donde la pasión chocaba con un iceberg de realidad. —No... no aquí —jadeó—, la voz rasgada por una grieta de hielo. Pero su cuerpo, arqueado como un arco tenso hacia el mío, su pecho aún aplastado contra el mío, latiendo al unísono frenético, gritaba la verdad en un lenguaje muda y ancestral. Era el "sí" escrito con fuego sobre el "no" pronunciado. La rendición disfrazada de resistencia.

El botón cedió. No bajo mis dedos torpes, sino bajo la presión del volcán que hervía entre nosotros. Un centímetro de piel revelada: no carne, sino la aurora boreal de un continente prohibido, la promesa de una geografía de sombras y luz que latía bajo la tela fina del último velo. Esa rendija mínima, esa grieta en el dique de la razón, fue más elocuente que cualquier desnudez.

La culpa entonces no entró por la puerta: se filtró como gas venenoso en la atmósfera electrizada. Salió de sus ojos, un velo gris sobre el negro ardiente. Salió del temblor que recorrió su cuerpo, ya no solo de deseo, sino de miedo. Salió de mi propia sangre, donde la euforia empezaba a mezclarse con el regusto amargo del precipicio. Los besos, ahora, sabían a ceniza bajo la miel. Los toques, escondían serpientes de frío entre las llamas. El vértigo ya no era solo caída: era la conciencia aguda del abismo que se abría bajo nuestros pies entrelazados, un abismo con nombre de hombre ausente y sílabas de hielo: "Mi marido".

El sofá blanco ya no era altar: era la balsa frágil en un mar de lava y culpa. Y nosotros, dos náufragos ebrios de fuego, bailando sobre ella mientras la grieta se ensanchaba, sabiendo que el hundimiento no era una posibilidad, sino el destino glorioso y maldito que ya habíamos abrazado al cruzar el umbral de la Torre Magnolia. El fuego, aunque mezclado con veneno, seguía ardiendo. Y ardería, consumiéndonos lentamente, hasta convertirnos en ceniza y leyenda en aquel templo de mármol y luz.

El "no aquí" no fue un muro, sino un espejismo en el desierto de nuestra fiebre. El sofá blanco, ya marcado por el combate silencioso de nuestros cuerpos, se convirtió en una isla demasiado pequeña para el continente ignoto que ansiábamos explorar. Pero la retirada fue solo estratégica, un repliegue de fuerzas hacia territorios más oscuros, más propicios para la rendición total.

Las tardes siguientes no fueron encuentros: fueron peregrinajes al altar del fuego compartido. El apartamento de luz y mármol se transformó en una catedral profana donde el aire, siempre perfumado a jazmín fresco, se cargaba ahora con el incienso denso del deseo reprimido y la culpa recién nacida. Cada visita era un ritual de aproximación lenta, una ceremonia donde las palabras eran velos finísimos sobre el cuerpo desnudo de nuestras intenciones.

Aprendí que su piel no era frontera, sino un pergamino vivo donde mis labios, alumnos torpes y voraces, aprendían a leer jeroglíficos de éxtasis. Descubrí que el arco de su cuello era una cordillera de estremecimientos; cada valle, cada curva, respondía al viento húmedo de mi aliento con un terremoto de piel de gallina que me contagiaba hasta los dientes. Un susurro, no palabra, sino aliento tibio depositado como ofrenda en el altar de su oreja, la convertía en arcilla temblorosa en mis manos, un material sagrado que cedía bajo la presión de mis dedos, revelando su núcleo de fuego.

Mis manos, graduadas de tímidas a osadas, se volvieron arqueólogas de su geografía secreta. Recorrieron la topografía de sus costillas, fortalezas de hueso bajo la seda; se perdieron en la hondura sagrada de su espalda baja, un valle oscuro y prometedor; ascendieron, con devoción temeraria, a las colinas redondas y firmes que coronaban su paisaje. Cada descubrimiento era una revelación, un salmo nuevo en el libro ardiente de mi adolescencia. El gemido ahogado que brotaba de su garganta al alcanzar la cima no era sonido: era la campana que doblaba por la muerte de mi inocencia, el canto de sirena que me llamaba a naufragar.

El sofá fue el primer testigo, pero pronto resultó un confesionario demasiado estrecho. Nuestras batallas mudas requerían un campo más vasto. La alfombra persa, frente al ventanal que devolvía el espectro de la ciudad indiferente, se convirtió en nuestro nuevo templo. Allí, bajo la mirada ciega de los rascacielos, ella descendió como una diosa furiosa. Sus rodillas, huesos sagrados envueltos en seda o lino, se convirtieron en anclas que aprisionaron mis caderas, fijándome a la tierra mientras el cielo giraba. Sus manos, ya no eran serpientes, sino halcones hambrientos, iniciaron su propio viaje de conquista. Traspasaron la armadura áspera de mi camisa escolar, explorando la planicie tensa de mi abdomen como un desierto sediento de lluvia. Su descenso era lento, deliberado, un rito de iniciación hacia la frontera donde la promesa adolescente se convertía en tormenta eléctrica, un relámpago a punto de desgarrar el cielo de mi virilidad.

Fue mi bautismo no con agua, sino con lava. Cada roce de sus dedos sobre mi piel hambrienta era un jeroglífico de fuego grabado a fuego lento en mis nervios. Cada jadeo compartido, un trueno que resonaba en la catedral hueca de mis costillas, derribando estatuas de vergüenza y duda. Cada centímetro de su territorio revelado bajo mi exploración febril era una revolución en la cartografía de mi sangre, reescribiendo los mapas con tinta de deseo puro y oscuro.

Ella no me enseñó el amor: fue la geóloga que descubrió el volcán rugiente dormido bajo la plácida superficie del colegial. Fue la sacerdotisa que encendió la pira sacrificial con una cerilla llamada "Pasa mañana". Me mostró el abismo ardiente dentro de mí y, tomándome de la mano, me invitó a saltar.

Pero el paraíso tenía serpientes. Las palabras "Mi marido" no cayeron como piedras, sino como gotas de ácido en el cáliz de oro de nuestra pasión. Dos sílabas de hielo en el infierno que habíamos construido. Lejos. Sola. Yo fui entonces, no el amante, sino el bálsamo robado, el juguete ardiente para su vacío de ausencia. La pasión, esa diosa desnuda que nos poseía, empezó a vestirse con harapos de veneno. Los besos, antes pura miel solar, adquirieron un regusto metálico, el sabor amargo de la culpa mordiendo el borde de la lengua. Los toques, antes exploraciones libres, se llenaron de sombras, de miradas furtivas hacia la puerta cerrada, de escuchas atentas al ascensor silencioso. El vértigo ya no era solo la caída libre del éxtasis: era la conciencia aguda del precipicio moral que habíamos abierto bajo nuestros pies entrelazados.

El verano llegó como un ladrón y me arrancó de su lado. Fue un desgarro, la amputación brutal de un miembro que había aprendido a latir al ritmo de su respiración. Volví en marzo, con el corazón aún convertido en una brasa viva, un rescoldo de aquel incendio, palpitando bajo el esternón con el eco de su nombre: Ana María, Ana María...

Pero la Torre Magnolia estaba muda. El mármol olía a polvo y abandono, no a jazmín fresco y transgresión. El conserje impecable, Alberto, escupió el epitafio con indiferencia de notario: —Al norte. Con él —. ¡Desaparecida! Como el vestido bajo el sol aquella tarde primera, evaporada sin dejar rastro, solo un fantasma de calor y la cicatriz en la retina. Sin rastro. Sin adiós, solo el portazo definitivo del silencio, resonando en el vacío de mi pecho.

Solo queda el fuego. El fuego eterno. El fuego de sus manos trazando mapas de lava en mi piel virgen, una cartografía del deseo tatuada a fuego lento en los nervios, imposible de borrar. El fuego de sus gemidos, una música salvaje y gutural que aún resuena en la cripta del oído, provocando escalofríos involuntarios en las noches más frías. El fuego del primer éxtasis, esa explosión primordial que ella encendió con un fósforo voraz y que jamás, ni la oscuridad más densa, ni el invierno más largo, lograrán apagar del todo. Un rescoldo perpetuo bajo las cenizas del tiempo.

Ella no fue mi primera vez: fue el Big Bang de mi carne, la detonación cósmica que hizo estallar el universo dentro de mis huesos y esparció las galaxias de mi deseo por el vacío. La que convirtió mi nombre, Carlos, en un grito ahogado, rasgado, contra la geografía sagrada de su cuello sudoroso. Un ángel, sí. Un ángel incendiario de alas de carbón ardiente, que me tocó con un dedo de llamas y me dejó ardiendo, no para morir, sino para vivir eternamente consumido por la brasa de aquel verano prohibido en el templo de mármol y luz. La quemadura late, invisible e imborrable, bajo la piel. Siempre. Un volcán dormido, pero nunca apagado, en el centro de mi ser.

—Guido Berly —

Comentarios

  1. Espectacular, descriptivo totalmente me gustó mucho... y más

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  2. de solo imaginar el escenario ,me quedo sin palabras,cúantas realidades guardadas de la primera experiencia, excelente escrito berly 🙏

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  3. Pienso, que esta experiencia sexual es única y subjetiva puede dejar al adolescente con un torbellino de emociones pero algo muy importante atrasado en lo emocional , es mi opinión que aún no tengo un criterio formado porque la vida ,me sorprende cada día y debo plantearme el criterio ... jajaja , es muy entretenido esto de pensar ,

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  4. Hermoso. Acá leyendo con mucha lluvia, allá uds están acostumbrado a las lluvias. Chaito.

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  5. Uf ..por fin leí tu misterioso escrito que tanto intrigada me dejaste después de avisar. ...qu...e nos..advertias. Que despues no salieramos....diciendo tal cosa ...que tus nos avisastes.... ...etc...intente leerlo por las noches pero me quedaba dormida con celu en mano y así 2 intentos....pero hoy miércoles después de un día martes muy stresado decidi quedarme en cama para leer y descansar ...y si muy descriptivo e intenso ...admiro tu facilidad para escribir ...y claro pasión pura de adolescencia ......siento el olor a jazmín...y azufre ...na que hacer estoy viciada con tus relatos. Fiel admiradora...mil gracias por compartir..

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