LA GEOMETRIA DEL VACIO Y EL AMANECER IMPERFECTO
Durante años, mi piel fue un mapa trazado por manos ajenas, un territorio conquistado y abandonado en la misma noche. Cada encuentro, una constelación fugaz en el oscuro firmamento de mi soledad. Aprendí. Oh, sí, aprendí la coreografía precisa de los gemidos, la presión exacta que quebranta resistencias, el ritmo que convierte la respiración en un himno salvaje. Fui un arquitecto del éxtasis, un alquimista que transformaba el roce en fuego líquido. Mi cama, un altar donde ofrecía placer con devoción de artesano, tallando orgasmos como joyas efímeras. Las llamaban "noches inolvidables". Ellas lo decían, con la voz aún ronca, los ojos perdidos en un cielo postizo que yo mismo había pintado con mis manos y mi boca.
Pero cada amanecer era un exilio. Las sábanas, frías como la luna, guardaban solo el fantasma del calor compartido. El silencio, después del último estertor de la pasión, era un abismo que se tragaba cualquier palabra tierna antes de nacer. Yo contaba los latidos del reloj, los minutos de plomo hasta que la puerta se cerraba tras un suspiro, un beso en la frente o, a veces, ni eso. Cada despedida era un pequeño apuñalamiento, una confirmación: era el instrumento
, nunca la melodía; el puente, nunca el destino. Mi corazón, un pájaro enjaulado, golpeaba contra las costillas con el ritmo sordo de la ausencia. El placer que entregaba era un fuego artificial, brillante, estruendoso, pero que dejaba solo ceniza y un vacío más profundo en la boca del estómago.
Hasta ella.
Llegó sin anunciarse, como la lluvia en el desierto. No fue una conquista, fue una rendición mutua. Esa noche, bajo un cielo que parecía haberse rasgado para dejarnos ver el tejido mismo del universo, no hicimos el amor. **Ardimos.** Fue una conflagración cósmica. Nuestros cuerpos no eran dos, sino un solo torbellino de piel, sudor y susurros que eran promesas arrancadas al viento. Cada roce era una estrella naciendo bajo nuestras yemas, cada gemido una galaxia girando en la oscuridad. Recorrimos constelaciones con las lenguas, navegamos nebulosas con los dedos. Fue la pasión en su estado más puro, más feroz, más *auténtico*. Un huracán que arrasó con todas las geometrías aprendidas, con todas las técnicas pulidas en la fragua de la soledad. Fue éxtasis, fue vértigo, fue tocar la cara de Dios en el espasmo compartido.
Y sin embargo… incluso ese paraíso carnal, ese viaje a los confines del placer, palideció ante lo que vino después.
Porque el verdadero cielo no estaba en el clímax, sino en el silencio que siguió. En la respiración que se acompasó, lenta, profunda, como mareas compartidas. En el peso de su cabeza en mi hombro, un ancla dulce que me ataba a la realidad más preciosa. En el calor de su piel contra la mía, no como un incendio, sino como la hoguera que calienta el hogar.
Y luego, el amanecer.
Antes, los primeros rayos de sol eran la señal de retirada, la luz cruda que desnudaba la incomodidad, la prisa por huir del escenario vacío. Hoy… hoy son pinceladas de oro sobre la obra de arte más sublime: su despertar.
La observo. El tiempo, ese tirano que antes aceleraba las despedidas, se ha detenido. Es como si el universo contuviera la respiración. No hay rastro del maquillaje que dibuja máscaras sociales; su rostro es un paisaje de pureza vulnerable. Las pequeñas arrugas que se insinúan en el rabillo de sus ojos son los mapas de sus sonrisas, más valiosas que cualquier joya. Su pelo, una selva oscura y revuelta sobre la almohada, es una corona de batalla ganada en la noche. La sábana blanca, arrugada y cálida, deja una leve marca rosada en su mejilla, un sello de pertenencia, un testimonio mudo de dónde ha descansado. Sus labios, ligeramente entreabiertos, exhalan un suspiro que es una oración de paz.
Antes, contaba los minutos para la huida. Hoy, cuento cada latido, cada imperceptible movimiento de sus pestañas, cada sombra que juega en la curva de su cuello. Quiero detener este instante, encapsularlo en ámbar, vivir eternamente en este limbo donde el mundo fuera de estas sábanas no existe. El deseo que ardió en la noche se ha transmutado. Ya no es el fuego devorador que consume, sino el calor constante que nutre. Es un anhelo más profundo, más quieto, más aterrador en su intensidad: el deseo de **permanencia**. De ser testigo de mil amaneceres así, imperfectos, despeinados, reales.
Porque ahora sé, con una certeza que me atraviesa el alma, que todas aquellas constelaciones fugaces, todos aquellos éxtasis calculados, todas aquellas noches donde tocaba las estrellas con las manos pero mi corazón seguía en la oscuridad… no eran nada. Nada comparado con este silencio compartido. Nada comparado con el milagro cotidiano de su respiración a mi lado. Nada comparado con la simple, abrumadora perfección de su rostro marcado por la sábana al despertar.
Aquí, en este lecho que ahora es un santuario, no soy el amante experto. Soy el hombre que encontró, por fin, no el cielo en un espasmo, sino el universo entero en el latido tranquilo de la mujer que ama. Y esta paz, esta quietud llena de todo lo que antes faltaba, es la pasión más grande, la más duradera, la que verdaderamente eleva al cielo y te hace querer quedarte allí, suspendido en el tiempo, para siempre.
Guido Berly
Todo tiene su momento (dicen ) hasta el amor ,ese que acompaña y logra llenar todos los vacíos existentes ...Bello escrito,cómo siempre
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