EL VUELO, EL NIDO Y LAS PALABRAS QUE NUNCA MUEREN



El sol, bajo y dorado como una moneda antigua, se filtra por la ventana y calienta el papel rugoso donde mis dedos, surcados por el tiempo, intentan atrapar sombras y luces de una vida. Observo a los jóvenes desde mi balcón, envueltos en la bruma azulada de sus pantallas, ajenos al viento que acaricia los árboles, y una ola de nostalgia, agridulce y profunda, me inunda. Nosotros, los de mi generación, teníamos hambre. Hambre no solo de pan, aunque a veces también, sino hambre de futuro, de moldear con nuestras manos callosas un porvenir menos áspero que el pasado que cargábamos a cuestas. Soñábamos con darles a nuestros hijos los cimientos de piedra que a nosotros nos faltaron, el techo seguro que nunca tuvimos, la educación que fue para muchos un lujo inalcanzable. Quisimos construirles nidos impermeables al frío que nosotros conocimos demasiado bien.


Y quizás, en ese afán noble pero ciego, radica nuestra gran paradoja, nuestro error no intencionado pero profundo. Les dimos tanto que les quitamos la necesidad de volar temprano. Yo, a los trece, ya dormía en una pensión fría y ruidosa, lejos del calor familiar, solo para poder estudiar en una ciudad distante. A los dieciocho, la maleta de cartón era mi único patrimonio, el mundo un mapa por conquistar con sudor y determinación. El nido se deshizo porque era necesario saltar al vacío para aprender a batir las alas. El fracaso, la caída, eran maestros implacables pero necesarios.


Hoy, miro a muchos de sus hijos, cómodamente instalados en esos nidos que construimos con tanto esmero. Nidos cálidos, seguros, con todas las comodidades que nosotros jamás imaginamos. ¿Por qué abandonar esa fortaleza? ¿Para enfrentar alquileres imposibles, trabajos inciertos, un mundo que parece girar cada vez más rápido y frío? Entiendo la tentación de quedarse. Pero también veo, con un nudo en la garganta, cómo se retrasa el aprendizaje esencial de la autonomía, del esfuerzo que forja carácter, de la resiliencia que solo nace al enfrentar la tormenta en soledad.


Y, sin embargo, la vida es un círculo extraño. Muchos de nosotros, los que volamos jóvenes y orgullosos, después de batallas perdidas en el amor, de matrimonios que naufragaron, de sueños que se desdibujaron, hemos regresado. No con la cola entre las piernas, buscando refugio infantil, sino con las alas cansadas pero el corazón lleno de otra misión. Volvemos a las casas de nuestros viejos, ahora encorvados, de manos temblorosas y miradas veladas por el tiempo. Volvemos para ser su sostén, para devolver un poco del calor que nos dieron, para asegurar que sus últimos días estén tejidos de dignidad, compañía y, ojalá, algo de felicidad tranquila. Les ayudamos a subir las escaleras, les preparamos la comida que les gusta, escuchamos sus historias repetidas con una paciencia que antes no teníamos. Es un regreso distinto, marcado por el amor filial maduro y el reconocimiento del ciclo que se cierra.


Y ahí, mientras sostengo la mano arrugada de mi madre o acomodo una manta sobre las rodillas de mi padre, surge la pregunta que quema en silencio, como un rescoldo en la noche: ¿Estarán ellos, mis hijos, cuando yo sea el que necesite esa mano? ¿Cuándo mis pasos flaqueen y mi mundo se reduzca a estas cuatro paredes? En este mundo digital, donde las conexiones son virtuales y los afectos a veces parecen diluirse en likes y emojis, la respuesta se siente frágil, incierta. Veo cómo las visitas a los cementerios se han vuelto rarezas, rituales olvidados. Yo mismo voy menos de lo que debería a llevar flores a los que partieron antes, arrastrado por la corriente del día a día. Mis hijos, francamente, no van. "¿Para qué, papá? Ellos no están ahí", me dicen con una lógica que, aunque cierta, deja un vacío helado en el pecho.


Y es entonces cuando el miedo se asoma, no a la muerte en sí, sino al olvido. La imagen de una tumba solitaria, perdida en un parque cementerio, la hierba creciendo alta a su alrededor, el nombre borrándose lentamente en la piedra bajo la lluvia y el sol... esa imagen me estruja el alma. No porque tema el descanso eterno, sino porque siento, con toda fuerza, que mi vida, con sus glorias y sus derrotas, sus amores intensos y sus penas profundas, merece más que convertirse en un punto olvidado en un mapa de silencio. Ha sido una buena vida, llena, vibrante, con sus cumbres luminosas y sus valles oscuros, como la de cualquier ser humano que ha amado, luchado y soñado.


No quiero ese mármol frío y abandonado. Deseo que mis cenizas se mezclen con la tierra que tanto amé, la tierra que pisé con fuerza de joven y que ahora acaricio con ternura de viejo. Que se fundan con las raíces del árbol que planté en el jardín, con el viento que acaricia los campos que contemplo cada mañana, con el murmullo del arroyo cercano. Quiero volver al ciclo de la naturaleza que siempre me ha dado paz y sentido.


Sé que mis hijos me recordarán. En un gesto, en una receta, en una frase hecha mía que escape de sus labios sin pensar, en una risa que evoque algún momento compartido. Volveré a ellos en destellos involuntarios de memoria, en la calidez de un recuerdo bueno que les nuble los ojos por un instante. Pero ¿mis nietos? Esos seres que aún no llegan, que solo conocerán mi rostro en fotografías estáticas... ¿Quién seré para ellos? Un nombre en el árbol genealógico, una figura borrosa en viejas historias familiares contadas a medias, "el abuelo que vivió en otra época". Un fantasma lejano, sin sustancia, sin voz.


Es en este cruce de caminos, entre el temor al olvido y el anhelo de permanencia, donde encuentro mi trinchera, mi forma de batallar contra la fugacidad: las palabras. No quiero ser solo un recuerdo difuso; quiero ser una voz que resuene más allá del tiempo. Tengo historias que contar. Historias nacidas de mi hambre de futuro, de mis vuelos tempranos y mis regresos cansados, de los amores que me desgarraron y los que me reconstruyeron, de la pérdida que talló mi alma y la alegría sencilla que la sanó. Historias que son trozos de mi vida, pero también reflejos de la vida misma, con su barro y sus estrellas.


Quiero plasmarlas en libros. En páginas que respiren, que susurren, que griten si es necesario. Que mis nietos, algún día lejano, cuando ya sus padres quizás no estén para contarles, encuentren uno de esos libros polvorientos en una estantería olvidada. Que lo abran por curiosidad. Que lean la primera línea... y luego la segunda... y que, sin darse cuenta, se vean atrapados por la fuerza de las palabras, por la visión del mundo que late en ellas. Que sientan la emoción subiéndoles por la garganta, que una carcajada les escape o que una lágrima les nuble la vista. Que lleguen al final y entonces, solo entonces, vuelvan a la portada y detengan su mirada en el nombre del autor.


Y que piensen, con un asombro que me devuelva a la vida por un instante: "Vaya... qué manera tenía este hombre de ver la vida".


Esa es mi verdadera trascendencia. No en el mármol frío, sino en la calidez del papel, en la chispa que enciende una historia bien contada. No seré un nombre en una lápida cubierta de musgo, sino una voz que susurra desde las páginas, invitando a otros a ver el mundo, por un momento, a través de mis ojos. A revivir emociones, a entender luchas, a sentir la textura de una época que ya pasó, pero cuyo eco puede iluminar el presente.


Porque las historias, las verdaderas, las nacidas de la vida vivida con intensidad no mueren. Se siembran en la imaginación de quien las lee, germinan en su corazón, y florecen en su propia manera de entender el mundo. Un nieto que sonríe al leer una anécdota traviesa, que siente un escalofrío ante una descripción de amor perdido, que comprende un poco más la dureza y la belleza de existir gracias a mis palabras... ese nieto me está dando la vida eterna. Me está convirtiendo, no en un fantasma lejano, sino en un compañero de viaje, un guía invisible en su propio camino.


Así que, mientras la luz de la tarde se va y las sombras alargan sus dedos por el suelo, sigo escribiendo. Cada palabra es un ladrillo en mi monumento invisible, un grano de arena en la playa de la memoria colectiva. Escribo para mis hijos, para que tengan un mapa de mi alma cuando ya no esté. Escribo para esos nietos del futuro, para que sepan que hubo un abuelo que amó, luchó, soñó y, sobre todo, que tuvo "una manera" única de ver este mundo complejo y hermoso.


Porque el nido se deshace, el vuelo termina, pero las palabras bien plantadas… esas, echan raíces en la eternidad. Y en ese jardín de historias, en el suspiro emocionado de un lector desconocido en el futuro, mi esencia, mi fuego, mi hambre de vida, encontrará su refugio definitivo, su forma más bella y perdurable de no ser nunca, jamás, una tumba olvidada.


Guido Berly

Comentarios

  1. Hermoso. Que tengas una linda noche. Chaito.
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  2. Un escritor deja un legado que no muere , es un alma que se niega a desaparecer. Para cada lector un refugio , un tiempo para pensar , reflexionar y desconectarse .Los libros hablan para siempre , Guido con cariño para ti

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  3. Estimado amigo Berly siempre me asombra su perspectiva de ver la vida y la entrega de sus pensamientos en sus escritos q ala vez son poemas reflejados en el diario vivir de nuestra existencia, siempre queremos dejar un legado a los nuestros ,a veces se hace difícil ,lo único que puedo dejar es mi amor y entrega por ellos, amigo bendiciones para ty 🤗💥🌻🌻🥰

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  4. Las historias de vida no sólo hablan por sí sola si no dejan la mejor marca sembrada con bonitos recuerdos que vivirán siempre..
    Mis saludos enorme desde la quinta región y ah su vez felicitarle por tan maravillosas palabras de enseñanza que nos hace ver más lejos que uno no lo puede creer

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