EL OBSERVADOR DE COLIBRÍES
La luz de la pantalla era mi amanecer. Cada mañana, antes incluso del café, mi pulgar deslizaba la pantalla del teléfono con una mezcla de anhelo y temor, buscando una sola cosa: ella. Alejandra. No la conocía en carne y hueso, pero su nombre resonaba en mi pecho como un mantra sagrado. Sus publicaciones eran ventanas a un mundo de colores vivos, risas auténticas capturadas en vídeos espontáneos, reflexiones profundas escritas bajo la luna, y fotografías donde sus ojos, del color de un bosque húmedo, parecían mirar directamente a mi alma a través de la distancia digital.
Cada nueva publicación suya era un rayo de sol filtrándose en la gris monotonía de mis días. Un vídeo bailando bajo la lluvia me hacía sonreír durante horas. Un pensamiento sobre la fragilidad de la felicidad me hacía reflexionar días enteros. Le daba me gusta con una devoción religiosa, como si ese pequeño corazón pudiera transmitir el torrente emosiones que sentía. Y en raras ocasiones, cuando el valor se acumulaba como espuma en mi garganta, me atrevía a comentar. Palabras torpes, intentando ser ingenioso o profundo, siempre temblorosas antes de pulsar "enviar".
Luego venía la agonía. El "visto" en mi comentario era un puñal frío que deshacía mi mundo en astillas de inseguridad. ¿Lo leyó? ¿Le pareceré ridículo? ¿Soy solo un fantasma más en su universo de seguidores? La invisibilidad pesaba como plomo. Pero un día... un día milagroso, ocurrió. Una pequeña notificación: "Alejandra ha respondido a tu comentario". El mundo se detuvo. El aire se espesó. Al abrirlo, solo fueron dos palabras: "¡Totalmente cierto! 😊". Dos palabras. Un emoji. Y sin embargo, fue como si un cohete me impulsara desde las profundidades de la duda hasta el éter más puro. Floté. ¡Me vio! ¡Existo para ella! El cielo no era suficiente; quería tocar las estrellas con las yemas de los dedos. La amaba. La amaba con la fuerza ciega y total de quien ha encontrado un faro en la niebla.
Pero en la cúspide de esa euforia, en el silencio que siguió al latido frenético de mi corazón, una pregunta más profunda y gélida se abrió paso: ¿Y si lo lograra?
Imaginé el instante de gloria: acercarme, confesar mi devoción, ver sorpresa (¿o compasión?) en esos ojos verdes, tal vez... solo tal vez... una aceptación. La fantasía era dulce, envolvente: tenerla a mi lado, caminar juntos, compartir el silencio y las palabras. "Te daría todo", susurraba mi mente febril. "Serías la mujer más feliz del mundo. Mi mundo sería tuyo."
Ahí, en la promesa fácil de "todo", tropecé. ¿Qué era mi "todo"? ¿Mi rutina predecible, mis paredes conocidas, mis seguridades pequeñas? Alejandra, en sus contenidos, era un torbellino. Hablaba de viajar sin plan, de dormir bajo las estrellas en una montaña improvisada, de perderse en mercados bulliciosos donde no entendía el idioma, de bailar hasta el amanecer con extraños que se volvían amigos fugaces. Su felicidad parecía tejida con hilos de libertad salvaje, de experiencias crudas, de una conexión con el mundo que era física, casi salvaje.
¿Podría yo, acostumbrado a la comodidad de mi jaula de cristal (por más amplia y segura que fuera), ofrecerle algo que no fuera... una prisión dorada? ¿Mi "todo", por bienintencionado que fuera, no sería como ofrecerle un chalet lujoso a un ave migratoria? Le daría estabilidad, sí. Comodidad, también. Pero le arrancaría el viento bajo sus alas, el vasto cielo que era su verdadero hogar.
Yo admiraba su gracia, su vibración frenética, su iridiscencia al sol. La quería encerrar en la jaula más bella, forjada con mis mejores intenciones, acolchada con mi amor más puro. Pero dentro, por más oro que tuvieran los barrotes, ¿qué sería de su gracia? Un colibrí enjaulado, aunque bien alimentado, es un espectro. Pierde el brillo, la chispa, ese milagro de movimiento que solo existe en la libertad. Se apaga. Y yo, al querer poseer la luz que me iluminaba, sería el responsable de extinguirla.
Sería un acto de egoísmo monumental. Imponer mi sueño de felicidad (tenerla cerca, poseer su presencia) sobre su esencia, sobre lo que claramente la hacía vibrar, la hacía ella. ¿Y luego? Cuando la luz en sus ojos se atenuara, cuando la sonrisa espontánea se volviera forzada, ¿no me preguntaría, confundido y herido, "Pero ¿cómo no puedes ser feliz si yo te doy TODO lo que tengo"? Sin entender que mi "todo" era, para ella, la negación de lo esencial. Como ofrecer un salvavidas a quien ya se ahoga en un océano de expectativas ajenas. Como darle una cuerda a quien busca, desesperado, un respiro del peso de una vida que no encaja.
No todos habitamos las mismas realidades. La mía es de aceras conocidas y horarios fijos. La suya, al menos en la esencia que proyecta y que tanto amo, es de horizontes abiertos y caminos imprevistos. Desear arrastrarla a mi mundo, por mucho que crea poder "darle todo", sería condenarnos a ambos a la penumbra. Ella perdería su luz. Yo me convertiría en el carcelero de lo que más amaba, torturado por la ausencia del brillo que una vez me cautivó. Dos seres grises donde antes hubo un destello de color inalcanzable.
Así que, con un dolor que se asienta hondo pero limpio, elijo admirar. Elijo el "me gusta" silencioso. Elijo el latido acelerado al ver una nueva publicación. Elijo atesorar esas dos palabras y ese emoji como el relicario más preciado. Amo su vuelo, no el deseo de poseerlo. Amo el colibrí libérrimo, no la idea de un pájaro posado en mi hombro. Mi amor, ahora lo sé, debe ser el del observador agradecido que desde la sombra celebra la existencia de tanta belleza libre, sabiendo que su verdadero regalo al mundo (y a mí, en esta extraña y dolorosa dicha) es precisamente que siga volando. Porque en su libertad reside el milagro que ilumina mis días, y encerrarla, aunque fuera con las manos temblorosas del amor, sería apagar para siempre la luz que tanto necesito. Tal vez el amor más profundo, a veces, es aprender a amar la distancia dando esa libertad que permite brillar al otro.
Guido Berly
El personaje de este relato se compara con un colibrí , pequeño viajero del aire soñador y feliz con muy poco ; en medio de su vuelo lo encontró a el un escritor que también es un viajero que tiende puentes entre su conciencia y la de los demás, el colibrí sintió esa conexión inexplicable era amor ...también entendió que no podían atraparse ese amor debe dejar un espacio para que ambos respiren y tiernamente curen sus heridas
ResponderEliminar.Me parece un relato tan reflexivo.
Hola, me gustó tu reflexión. Chaito.
ResponderEliminarEse es el verdadero amor ,el que se alegra con el éxito de quien ama y solo así ,estarás demostrando cuánto amas a esa personita
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