LAS HUELLAS DEL DURAZNO


 

Bajo un cielo pintado de gris plomizo, Lucía caminaba cada madrugada entre cerros agrestes, sus zapatos rotos mordiendo la tierra húmeda. A sus ocho años, la escuela era un sueño tejido con hilos de esperanza: llevaba en su mochila remendada un lápiz diminuto y un cuaderno heredado, donde escribía versos sobre pájaros que volaban más allá de las montañas. El camino, largo como una serpiente perezosa, la devoraba horas, pero ella lo recorría con la tenacidad de quien sabe que cada paso es una semilla plantada contra el destino. Su padre, con manos callosas de labrar la tierra, le decía: "La vida es como el trigal, hija: hay que doblarse para no quebrarse".  


A los dieciséis, la ciudad pequeña la recibió con sus calles empedradas y faroles titilantes. Trabajó limpiando casas ajenas mientras el sol ardía, y de noche, bajo la luz mortecina de una biblioteca pública, devoraba libros de pedagogía. Sus sueños olían a tiza y a risas infantiles. Fue allí, entre pilas de libros y café frío, donde conoció a Joaquín. Su amor fue breve e intenso, como las flores del durazno que estallan en primavera y caen antes de que el verano las alcance. De él quedó un fruto dulce y amargo: Emilia, una niña de ojos color miel que se convirtió en su razón para luchar "con dientes y muelas", como una loba defiende a sus crías.  


Los años tejieron arrugas en sus manos, pero no opacaron la luz de su mirada. Ahora, a sus cincuenta y tres, Lucía viaja cada día en un taxibús destartalado que serpentea entre cerros hacia un colegio donde niños con capacidades diferentes la llaman "tía". En sus bolsillos guarda caramelos de menta y pañuelos bordados con iniciales que ya nadie recuerda. Las tardes huelen a plastilina y canciones desentonadas, y aunque su cuerpo se dobla de cansancio, su alma se endereza al ver a un niño pronunciar su nombre por primera vez.  


En las noches, su casa en el pueblo —una casita de adobe con geranios en la ventana— parece contener más silencios que paredes. Emilia, su hija, vive lejos, repitiendo su historia: trabaja de día, estudia de noche, y sus llamadas son ráfagas breves entre exámenes y turnos. Lucía se sienta en su cama, acariciando una foto desgastada de Joaquín (que partió una mañana sin despedirse, llevándose solo una maleta y una promesa rota). La televisión parpadea, proyectando sombras que bailan como fantasmas en las paredes. Cambia de canal, buscando distraer a la soledad, pero solo encuentra ecos de risas ajenas.  


Afuera, el viento mece las ramas del durazno que plantó el día que nació Emilia. Las estrellas titilan, frías y distantes, como lágrimas atrapadas en el cielo. Lucía suspira, preguntándose si su vida ha sido un surco recto o un círculo de sacrificios. Pero entonces recuerda: en su mesa hay dibujos de niños que la llaman "héroe", y en la ciudad, una joven de pelo rebelde y sonrisa cansada lleva su sangre y su terquedad. Cierra los ojos, y entre las sombras, vislumbra a la niña que fue: descalza, valiente, sembrando versos en el barro. Sonríe. Las flores caen, pero las raíces permanecen.  


Y en algún lugar, un durazno sigue floreciendo.


Guido Berly

Comentarios

  1. comparando el pasado que dejo huellas y la realidad actual rasguñando el motivo para enfrentar el presente, cuanto admiro esa vida de esfuerzo

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  2. Tan bella historia y casi tan real hizo su escrito...que por un instante imaginé, a Lucía ya de grande contándole a su yo, de pequeña, que si había logrado cumplir dos de sus sueños, tal vez los más importantes,los que la mantienen a sus 53 años de pie ...

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