LAS HUELLAS DEL ALBA
Marcela respiró hondo frente al ventanal del departamento. La cordillera, inmensa y blanca, se extendía como un telón de fondo eterno, testigo inmutable de una vida que había sido tantas cosas menos simple. Desde las calles polvorientas de su infancia, donde vendía dulces después de clases con los pies hinchados y la mochila llena de sueños, hasta aquel piso elegante en el mejor barrio de Las Condes, donde ahora el silencio se instalaba como un huésped que no pensaba irse.
Había llegado lejos. Demasiado lejos, tal vez.
Subió peldaños de madrugada, estudió con hambre y con miedo, pidió préstamos que firmó con manos sudorosas y fe ciega. Y a su lado, siempre, Benito. Su compañero de universidad, de tesis, de noches donde él le preparaba café con leche tibia mientras ella corregía informes bajo la luz tiritante de una lámpara.
Juntos criaron a Ignacio y Mateo, hijos forjados entre sacrificio y ternura, entre becas escolares y meriendas improvisadas. Niños que heredaron su empuje, su sonrisa y, con los años, también su cansancio.
Pero el éxito, como la cumbre de la cordillera, venía con viento helado.
Marcela vivía entre vuelos y presentaciones. Las maletas nunca se guardaban del todo. Los cumpleaños eran por videollamada. Las cenas, por correo.
Hasta que una noche, en un hotel cualquiera de Houston, Benito en una video llamada le dijo:
—Ya no somos nosotros, Marcela.
Ella se quedó en silencio. No porque no tuviera nada que decir, sino porque todas las palabras se le quebraron adentro. Volvió a Santiago, pero el clóset ya estaba vacío. Solo quedaron unas zapatillas viejas, con los cordones deshechos, olvidadas bajo la cama. Y en los pasillos, el eco tibio de una risa que alguna vez le perteneció.
Ignacio se fue a trabajar a México. Mateo se mudó a un departamento con su novia, una muchacha con alergia a los gatos… y a la paciencia.
Marcela se quedó sola.
No del todo.
Juanita, la gata que Mateo había adoptado en plena pandemia para calmar las crisis de ansiedad, se quedó con ella.
Ambas aprendieron a sobrevivir.
Marcela dirigía reuniones internacionales en pijama, mientras Juanita dormía sobre su teclado. La gata la seguía al baño, maullaba a las 6 p.m. en punto para pedir croquetas, y se recostaba sobre su pecho cuando ella no podía contener el llanto. Nunca la miró con juicio. Solo ronroneaba, como diciendo: “Aún estás viva.”
Pero la vida, como siempre, empujaba hacia adelante.
Llegó una nueva promoción. Más viajes. Otro ascenso.
Y un día, en un descuido de la novia de Mateo, Juanita desapareció.
Marcela regresó de Singapur y se encontró con un departamento aún más vacío que antes. Imprimió afiches. Pegó anuncios en los postes. Recorrió los parques y los techos, pero la ciudad no tenía tiempo para corazones rotos ni para gatas extraviadas.
Las noches se volvieron interrogatorios sin respuesta.
¿Valió la pena?
¿Los ascensos, las ausencias, este éxito que ahora sabe a cenizas…?
Una tarde de invierno, sin saber muy bien por qué, caminó hasta el parque donde Benito solía pasear con los niños. Las hojas secas crujían bajo sus pies como si el pasado reclamara atención. Se sentó en una banca, se cubrió el rostro, y por primera vez en años, se permitió llorar sin testigos.
Y entonces… lo escuchó.
Un maullido áspero. Dañado.
Giró lentamente.
Entre los arbustos, con el pelaje sucio y los ojos brillantes, Juanita la miraba. Su cuerpo tenía cicatrices nuevas. Su vientre, sin embargo, estaba hinchado de vida.
—¡Mi valiente...! —susurró Marcela, cayendo de rodillas. La abrazó como a un niño perdido.
Juanita hundió la cabeza en su cuello, como diciendo: “Sobrevivimos.”
Esa noche, mientras preparaba té, un ruido la hizo girar.
Juanita estaba en su caja de zapatos favorita… rodeada de tres cachorros diminutos.
Tres bolitas de pelo que se aferraban al mundo con los ojos cerrados y la fe intacta.
Marcela se dejó caer al suelo, con las piernas dormidas y el alma despierta.
Rió y lloró.
Por todo. Por nada. Por tanto.
Llamó a Mateo:
—Trae a tu hermano. Hay… hay alguien que quiere conocerlos.
Meses después
El departamento volvió a tener ruido:
De pasos, de risas forzadas, de silencios compartidos.
Ignacio volvía cada dos semanas, fingiendo interés en los gatitos mientras robaba miradas a su madre.
Mateo rompió con su novia:
—Nadie me prohíbe ver a Juanita.
Y una tarde cualquiera, Benito apareció con una bolsa de croquetas. No dijo nada. No pidió disculpas. Solo se sentó.
Ella le sirvió café.
Hablaron poco. Acariciaron al mismo gatito blanquinegro.
No hubo reconciliación. Pero tampoco hubo odio.
Solo… una paz nueva.
Marcela entendió que el amor no siempre se queda.
Pero a veces, vuelve con forma de gato.
O de hijo.
O de abrazo que no exige nada.
Escribió un libro en las noches:
“Lecciones de una gata callejera: cómo sanar con ronroneos.”
La dedicatoria decía:
“Para Juanita, que me enseñó que incluso los corazones rotos pueden criar vida nueva.”
Y al fondo, siempre, la cordillera.
Testigo de que incluso el invierno más largo…
esconde semillas de primavera.
Guido Berly
Que fascinante este escrito,a veces nos quedamos con las manos vacías, y es ahí donde valoras lo que realmente importa,un día te levantas y lo único que te encuentras es a tus mascotas felices de verte y descubres que NO hay nadie con el corazón más puro que ellos,así se vayan siempre te reconocen y te siguen amando, me llegó al corazón muy bonito berly ,gracias
ResponderEliminarMe confunde el sentido de la vida sus idas y vueltas la incertidumbre del mañana...
ResponderEliminar🙏Cúanta ternura en éste escrito con la gata Juanita.Son un encanto los gatitos 😺 He tenido varios, los recojo cuando veo alguno indefenso o abandonado, los llevo al veterinario y después los doy en adopción. Me duele tanto entregarlos, pero cuido de que sean personas responsables. Ahora tengo una gatita que si es mia, es gris y se llama luna.Amo a todos los animalitos y a cualquiera ayudó por igual. Muchas gracias Berly por tan hermoso escrito, el Cúal nos deja tan lindas enseñanzas. Un fuerte abrazo. Bendiciones 💕
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