LA CANCIÓN DEL CORAZÓN INQUEBRANTABLE
En el hospital San Lucas, donde los segundos se estiran como hilos tensos entre la vida y la muerte, existía una enfermera cuyo nombre era sinónimo de consuelo silencioso: Valeria. No tenía placas doradas ni reconocimientos colgando de las paredes, pero cada pasillo que cruzaba quedaba impregnado con la calma de su voz, con el eco suave de una ternura que no hacía alarde.
Su vida había sido un sacrificio constante, pero no de esos que se gritan ni se anotan en agendas. Era un sacrificio invisible, tejido en jornadas dobles, en renuncias personales, en abrazos dados a extraños que temblaban al borde del abismo. Su historia no estaba escrita con tinta, sino con gestos: una sábana bien doblada, una palabra a tiempo, una mano que no suelta a la otra, aun cuando el corazón del otro ya se ha detenido.
A los dieciséis años, cuando la mayoría de las adolescentes dibujaban corazones en las esquinas de sus cuadernos, Valeria dibujaba futuros inciertos entre los pliegues de su vientre. El padre del bebé fue solo una sombra con nombre, un destello fugaz que prometió estrellas y desapareció con el primer trueno. Pero ella no se quebró. Aprendió a sostenerse sola, a cambiar pañales mientras memorizaba anatomía, a estudiar con el llanto de su hija como telón de fondo.
Lucía, su hija, creció abrazada por ese amor férreo. Y cuando la historia se repitió —como tantas veces ocurre— y la maternidad tocó a la puerta de Lucía siendo aún adolescente, Valeria no preguntó "por qué", solo abrió los brazos. Así llegó Emma, su nieta, una nueva esperanza con rizos indomables y una risa que iluminaba cualquier habitación.
Con apenas cincuenta y dos años, Valeria ya había vivido tres vidas en una. Y aunque su cuerpo se doblaba a veces por el cansancio, su espíritu seguía erguido como los robles que no ceden al viento.
Aquella tarde de otoño, Valeria tenía planes. Se había prometido llegar a tiempo. Había elegido un vestido sencillo pero con historia —el mismo que usó en la graduación de Lucía—, y se lo puso con el temblor de quien aún se permite soñar. Gabriel la esperaba en un restaurante pequeño, con música suave, donde las velas no se extinguían con facilidad.
Gabriel no era un héroe, ni pretendía serlo. No salvaba vidas, pero conocía los detalles de Valeria como si fuera un mapa sagrado: sabía que su café debía ser sin azúcar, que los domingos le dolían los pies, que coleccionaba historias ajenas sin nunca contar del todo la suya. Había aprendido a amarla con la devoción de quien comprende que algunos corazones están destinados a latir por muchos, y que amar a alguien así era también aprender a ceder.
Justo cuando Valeria tomaba su cartera y acariciaba el pomo de la puerta, una voz rasgó la rutina del hospital:
—¡Ayuda! ¡Por favor, alguien ayúdeme!
Una adolescente, casi una niña, llegó con los ojos desbordados de terror y las piernas cubiertas de sangre. Venía sola, aferrándose a su vientre como si con eso pudiera detener el dolor, el miedo, el mundo entero.
Sin dudarlo, Valeria volvió sobre sus pasos. Su vestido quedó en la percha. Su alma, una vez más, eligió a otros antes que a sí misma. Vio en esa muchacha todos los fantasmas de su pasado, todas las veces que se sintió sola, juzgada, asustada. No la dejó un segundo. Le habló como quien canta una nana, le sostuvo la frente y el alma.
Cuando los gemelos nacieron —dos llantos entrelazados como acordes de una misma canción—, Valeria no pudo evitar llorar. No de tristeza, sino de una ternura infinita. Le susurró al oído a la joven madre:
—El amor no se mide en años, sino en latidos... Y tú ya has amado lo suficiente como para llenar dos vidas.
La madrugada la encontró agotada, con el uniforme manchado y las emociones a flor de piel. Pero aún así, no pidió descanso. Terminó su turno. Cerró las historias clínicas. Cruzó los pasillos vacíos con pasos lentos y dignos.
Mientras tanto, Gabriel miraba su copa de vino sin probar. Tenía preparado un poema que hablaba de galaxias y caminos, de cómo ella era su brújula. Lo había escrito con manos temblorosas. Pero al ver pasar las horas, no se enojó. No se fue. Solo pidió otra copa de vino, y luego otra más, como quien brinda por alguien que lo da todo, incluso lo que nunca recibe de vuelta.
¿Cómo se compite con un corazón que no conoce límites?, pensó, mientras el mozo retiraba el plato intacto.
Al llegar a casa, la vio dormida en el sofá. Tenía la cabeza inclinada, los labios entreabiertos y una arruga profunda cruzándole la frente. Gabriel se acercó despacio. Se arrodilló como si ese suelo fuera altar, y murmuró:
—Hoy le diste al mundo dos nuevas almas… pero la mía también volvió a nacer, cada vez que elijo esperarte.
Valeria, aún dormida, suspiró como quien ha oído desde otro mundo.
En los días que siguieron, Gabriel comenzó a escribirle cartas. No se las entregaba. Las dejaba en su bolso, entre las páginas de un libro, bajo la taza del desayuno. Cartas que decían cosas como:
"No necesito que seas mía. Solo necesito seguir viendo cómo floreces, incluso cuando el jardín no es para mí."
"Tu amor no se mide en besos dados, sino en manos salvadas."
"Y aún así, si alguna vez te cansas de cargar el mundo... yo estaré aquí, con los brazos listos para sostenerlo contigo."
Una mañana, mientras el sol se colaba por la ventana y la cafetera burbujeaba como un corazón que hierve, Valeria le dijo en voz baja:
—Perdóname por no llegar aquella noche.
Gabriel sonrió, con los ojos húmedos.
—Llegaste a donde más te necesitaban. Eso también es amor.
Desde entonces, no necesitaron fechas, ni cenas perfectas. Su historia se escribió en notas pegadas en el refrigerador, en mensajes dejados con un café, en miradas que sabían decirlo todo sin decir nada.
Porque hay amores que no necesitan declararse. Se viven. Se respiran. Se eligen cada día, incluso cuando el otro no tiene fuerzas para hacerlo.
Y así, entre batas azules y turnos eternos, entre vidas salvadas y besos dormidos, Valeria y Gabriel tejieron la historia más hermosa: la de un amor que no exige, que no reclama, que simplemente abraza y espera.
Porque al final del día, Gabriel comprendió que amar a Valeria no era tenerla…
Era sostener su vuelo sin impedirlo.
Guido Berly
Me sentí algo identificada cuantas veces sentada en el suelo afuera de la sala de resucitación agotada con mis compañeros de turno con el corazón llenito ¡salvamos una vida...el mundo había quedado afuera . Y la frase sostener su vuelo sin impedirlo
ResponderEliminar🌻 Escrito de un hermoso amor comprendido, sin condición y lleno de esperanza... Sostener su vuelo sin impedirlo. Suena un poco contradictorio pero no imposible. 💕 Feliz noche ☪️
ResponderEliminarBendiciones.