EL TIEMPO ENTRE LAS HOJAS




Cuando las estaciones no coinciden 


Valeria caminaba por el parque con los ojos bajos, las suelas de sus botas aplastando hojas secas que crujían como suspiros rotos. Era mayo, y las ramas desnudas parecían manos viejas despidiéndose del cielo. A sus veintiséis años, Valeria cargaba cicatrices que no se veían, heridas que no sangraban pero dolían igual: un corazón cansado de apostar por hombres que la miraban como un trofeo momentáneo, y no como el alma compleja que habitaba bajo su risa y sus silencios.

Aquella tarde gris, mientras las primeras gotas de lluvia salpicaban los bancos vacíos, buscó refugio bajo el antiguo quiosco de música del parque junto a la estación de trenes. Fue ahí donde lo vio por primera vez.

Mateo. Cincuenta y dos años. Cabello entrecano, prolijo pero con rebeldías dignas de admirar, ojos del color del café recién hecho y una sonrisa que parecía detener el tiempo. Bajo el brazo llevaba un libro de Neruda manchado de café, y en vez de ofrecerle un paraguas, le recitó un verso sobre la lluvia escribiendo poemas en los cristales:
«Me gustas cuando callas porque estás como ausente...»

Ella rió, casi sin querer. Era la primera risa auténtica que se le escapaba en meses, y el sonido la sorprendió a ella misma, como si algo dormido en su pecho hubiese despertado de golpe.

Mateo era todo lo que los demás no fueron: escuchaba como si el mundo entero se silenciara para atender sus palabras; recordaba el nombre de su gato callejero, la marca de té que prefería en las noches de insomnio, y hasta la forma en que torcía los labios cuando mentía por vergüenza. Cuando hablaba de sus viajes por Estambul, Praga o Buenos Aires, no lo hacía con vanidad, sino con la humildad del que sabe que lo vivido solo tiene sentido cuando se comparte.

A cambio, Valeria le enseñó lo que no estaba en ningún mapa: cómo reírse de memes absurdos a las tres de la mañana, el ritual sagrado de ver películas de culto en pijama, y el arte de bailar salsa con calcetines sobre el suelo resbaloso de su apartamento. Él la llamaba “mi tornado de luz”, ella le susurraba “mi sonrisitas” en tono de ternura cómplice.

Y aunque la diferencia de edad era una sombra larga, ellos vivieron un amor sin calendario. Las noches eran vino tinto y confesiones a la luz de una vela; los días, cafés compartidos con silencios que sabían a hogar.

Pero el tiempo, ese juez invisible, empezó a dejar sus marcas. Los hijos de Mateo —universitarios, brillantes, gentiles— miraban a Valeria con cariño, como a una hermana mayor entrañable… pero nunca como una figura materna. Y cuando él hablaba de jubilarse en una casa frente al mar, ella pensaba en construir su primer hogar, criar hijos propios, correr detrás de risas infantiles y dormir abrazada a la ilusión de lo que aún no era.

Él veía en ella el reflejo de la mujer que amó y perdió décadas atrás. Ella lo amaba por lo que era… pero también por lo que él ya no buscaba.

La tensión se rompió una tarde de invierno, mientras envolvían regalos navideños sobre la alfombra. Valeria, con las manos temblorosas y el alma abierta, se atrevió:
—Te amo, Mateo… no como una niña admira a su maestro… te amo con hambre de futuro, con todo lo que soy y lo que aún no he sido.

Mateo la miró largo, con los ojos empañados por lágrimas que no pedían permiso. Se acercó, le rozó la mejilla con la yema de los dedos y, con voz quebrada, dijo:
—Eres el fuego que revive mi alma… pero no puedo darte las primaveras que mereces. Yo ya viví demasiadas. Tú apenas estás por florecer.

Se despidieron en la estación de trenes, el mismo lugar donde todo había comenzado con un verso y una sonrisa. La lluvia los abrazó por última vez. Él le entregó una postal de un atardecer en Santorini, los colores tan intensos como los que ella ahora creía posibles.
—Guárdala —le susurró—. Quizás en otra vida… cuando el tiempo nos encuentre más jóvenes. O más viejos. Pero menos desencontrados.

Desde entonces, Valeria mira esa postal cada mañana. La tiene enmarcada junto a su escritorio. A veces, cuando el viento sopla y las hojas giran como ecos del pasado, jura que entre los susurros del otoño, se cuela su risa. Y sonríe. Porque entendió que hay amores que no se miden en finales, sino en la luz que dejan en las grietas.



Años después, en un café escondido de Lisboa, un hombre canoso levanta la vista al escuchar una carcajada familiar. En la mesa del rincón, una joven de trenzas rebeldes ríe con un hombre de su edad. Se miran. Por un instante, el tiempo se pliega sobre sí mismo. Mateo asiente en silencio, y Valeria —desde el otro lado del mundo— siente un cálido escalofrío en la espalda.

En ese momento, aunque separados por miles de kilómetros y muchas vidas, el universo entero parece decirles al unísono:
“Gracias.”


Guido Berly

Comentarios

  1. Esos hombres de canoso sabios en el amor llenos de ternura abrazan para siempre...

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