RAÍCES BAJO LA TORMENTA


 

🌧️ Capítulo 1

Donde el alma tocó fondo

El rugido de la Bolsa de Comercio de Santiago aún retumbaba como un eco sordo en la cabeza de Lucas cuando sus pies se detuvieron al filo del acantilado. El río, allá abajo, rugía como un dios antiguo, entre piedras húmedas y raíces aferradas al abismo. El viento azotaba su traje caro, ahora empapado, como si quisiera despojarlo de lo que ya no le pertenecía.

Lucas se acurrucó sobre sí mismo, con los brazos en torno a las rodillas, como un niño extraviado. No era el frío lo que lo hacía temblar, sino ese peso indescriptible que nace cuando el alma se quiebra y uno sigue respirando por inercia. Frente a él, el vacío parecía ofrecer no una amenaza, sino un descanso.

Había perdido todo lo que alguna vez creyó valioso: empresas, propiedades, el reconocimiento que en la ciudad se mide por cuentas bancarias y relojes importados. Pero lo que dolía no era eso. Lo que lo había llevado hasta el borde no era la ruina económica, sino la certeza de que, en medio de toda esa riqueza, jamás había sido realmente feliz.

Entonces, justo cuando pensaba que ya no quedaba nada, una voz atravesó la lluvia.
Suave. Serena. Viva.

No saltes.

Giró lentamente, sin esperanza. Pero lo que encontró no fue un rostro alarmado ni una voz de autoridad. Fue ella.

Ana.

Venía caminando entre los matorrales con un canasto a medio llenar de flores silvestres. Estaba mojada, cubierta de barro hasta las rodillas, el cabello recogido en una trenza que chorreaba agua como una rama recién cortada. Su ropa era humilde, remendada con esmero. Pero sus ojos… sus ojos no tenían nada de pobre. Eran de un verde entre musgo y piedra de río, y brillaban con una paz que estremecía.

Yo también estuve ahí, dijo, señalando el mismo borde con un gesto leve.
Hace años. Y fue aquí donde el mundo me devolvió el aliento.

Lucas intentó hablar, pero no pudo. Su garganta estaba sellada por el dolor.

Ana no le ofreció frases hechas. No le extendió una mano temblorosa. Solo se sentó a su lado. Junto a él. Bajo la lluvia.

Te llevo a mi casa, dijo después de un rato.
Tengo cedrón fresco y pan caliente. Y una tetera que canta todas las tardes, aunque nadie la escuche.

Lucas no entendía por qué esa mujer, de aspecto sencillo, le hablaba con tanta dulzura. No sabía que ella también había estado rota. Que conocía ese abismo no por haberlo visto… sino por haberlo habitado.

Y así fue como comenzó todo.
No con un beso.
No con una promesa.
Sino con una presencia callada que no huyó del dolor, y un camino de tierra que los llevaría, sin saberlo, hacia el amor más verdadero que jamás imaginaron.




🍃 Capítulo 2

El lugar donde aprendí a respirar

La casa de Ana no estaba en el mapa. No tenía dirección postal ni timbre eléctrico. Era una casita blanca con alma de tronco y aliento de barro, escondida entre boldos y maquis, justo en la curva donde el camino se vuelve sendero y el ruido de la ciudad se ahoga bajo el canto de los zorzales.

Lucas entró mojado, derrotado, con el alma colgando de un hilo invisible. Pero la casa no lo rechazó. Lo envolvió. Olía a leña de quillay, a lana mojada, a pan recién horneado. Y a algo más difícil de nombrar: olía a vida no apurada.

Ana le pasó una toalla seca. No hizo preguntas. Le ofreció una taza humeante de hierbas con hojas recogidas esa mañana, y pan con miel de ulmo untado con manos generosas. Lucas bebió como quien bebe después de cruzar un desierto, y sintió algo quebrarse dentro. No era dolor. Era alivio. Era como si el cuerpo empezara a recordar que no estaba hecho para sufrir siempre.

Durante días, durmió en un rincón tibio junto al fogón. No hablaba mucho. Comía poco. Pero cada vez que abría los ojos, veía a Ana cruzar la casa ligera como una rama de laurel, con la falda remangada y el delantal manchado de tierra. Su sola presencia parecía regar el aire. No lo curaba con palabras, sino con su forma de existir.

Y aunque no hablaban del pasado, Lucas se dio cuenta de que ella también venía de una historia que dolía. Había grietas en su voz cuando se perdía mirando el cerro. Había cicatrices antiguas en la forma en que se callaba cuando el cielo se ponía gris. Pero a diferencia de él, Ana no había huido del dolor. Lo había abrazado. Y en vez de endurecerse, floreció.

Con el paso de los días, Lucas comenzó a ayudar. Primero con torpeza. Luego con manos cada vez más útiles. Amasaban pan juntos, desmalezaban la huerta, bajaban al río por agua fresca. Aprendió a distinguir el canto de las aves, el olor de la tierra recién mojada, y el lenguaje de las nubes que anunciaban lluvia.

Y una mañana, al despertar, entendió algo simple, revelador, definitivo:

Ya no le dolía respirar.

Ana no lo miraba como un hombre quebrado, sino como un hombre en camino. Y eso, para Lucas, fue el milagro mayor. No tenía que ser fuerte. No tenía que volver a ser lo que fue. Solo tenía que ser.

Una tarde, bajo el maqui del patio, Ana le enseñó a leer el cielo.
—“Cuando las nubes caminan bajas y lentas, es porque traen calma. Igual que la pena cuando ya se está yendo.”

Lucas la miró, en silencio.
Y comprendió que estaba enamorándose.

No de una mujer hermosa, aunque lo era.
Ni de una mujer buena, aunque lo era.
Sino de una mujer real. Entera. Que había sobrevivido a su propia tormenta y aún sabía reír.

Esa noche, al volver a la casa con las manos manchadas de barro y el corazón tibio, se sorprendió a sí mismo silbando bajito. No recordaba la melodía. Solo sabía que no la silbaba desde niño.

Y comprendió que algo dentro de él había vuelto a brotar.




🌱 Capítulo 3

Raíces invisibles

Los días ya no se contaban por números en un calendario, sino por señales vivas: el brote de la primera flor del ciruelo, el canto agudo del chercán al amanecer, el olor a leña que bajaba del cerro cuando las noches empezaban a morder.

Lucas no sabía en qué momento exacto dejó de sentirse un huésped y empezó a ser parte del lugar. Tal vez fue cuando una gallina puso un huevo en su bota sin que se moviera. O cuando el perrito flaco que Ana cuidaba empezó a dormir en sus pies. O quizá fue cuando la tierra dejó de parecerle ajena, y sus manos ya no temblaban al cortar lechuga o atar tomates.

El cambio más profundo, sin embargo, ocurrió en silencio. Lo notó una mañana, mientras desmalezaban la huerta. Se detuvo un instante, empapado de sudor y barro, y miró a Ana. Estaba agachada, despeinada por el viento, con la blusa remendada que usaba siempre para trabajar. Un mechón se le escapaba de la trenza y se le pegaba en la frente. Tenía tierra en la cara y un agujero en la manga. Pero cuando levantó la mirada y le sonrió…
Lucas supo que era la mujer más hermosa que había visto en su vida.

No por su ropa, ni su cuerpo, ni su edad. Sino por algo que brillaba en ella: la paz de haber elegido una vida fiel a su alma.
Y por primera vez, Lucas se sintió digno de estar allí.

Un domingo fueron a la feria del pueblo. No era más que una llanura bajo árboles añosos, con puestos de madera, sacos de papas y hileras de tejidos colgando. Algunos lo miraron con distancia. Era aún “el hombre de la ciudad”, el que no sabían si venía por un rato o por pena.

Pero bastó un gesto para que todo cambiara.
Ana tropezó con un saco y estuvo a punto de caer. Lucas la sostuvo con rapidez y dulzura, casi sin pensar. Sus manos la tocaron con el cuidado de quien sostiene algo irremplazable.
La señora Tomasa, que vendía chancaca y plantas de albahaca, lo vio. Y con esa sabiduría antigua que tienen las mujeres del campo, murmuró:

“Este ya echó raíz, mijita. Se le nota en los ojos.”

Desde entonces, lo saludaban con un leve movimiento de cabeza. Le ofrecían ciruelas. Le daban consejos para el ají. Y una tarde, un niño del pueblo le gritó “¡tío Lucas!” al pasar en bicicleta.

Ese día, al volver, Ana lo miró desde la cocina mientras él partía leña.
“¿Sabes qué pensé cuando te vi la primera vez?”, le preguntó.

Lucas sonrió.
—“Que parecía un saco de papas mojado.”

“No,” dijo Ana, riendo.
“Pensé: este hombre viene roto… pero trae las piezas.”

Lucas se quedó en silencio. Y en esa pausa, donde las palabras no alcanzaban, se acercó y la abrazó. No como un amante. No aún.
La abrazó como quien encuentra, por fin, el lugar donde pertenece.




⛈️ Capítulo 4

Lo que no se derrumba con la lluvia

La tormenta llegó sin aviso.
Ni los pájaros lo anunciaron. Ni el cielo se tiñó como suele hacerlo. Solo vino. Como lo hacen las verdades: de golpe, de frente, sin pedir permiso.

Fue una madrugada espesa de junio. El viento cambió de dirección y su canto dulce se tornó silbido. Ana despertó antes que el trueno. Había en su pecho una alarma silenciosa, aprendida en años de escuchar la tierra. Se puso de pie, encendió la lámpara de aceite, y con voz firme dijo:

“Lucas, despierta. El canal se puede reventar.”

Lucas, que ya dormía sin miedo desde hacía semanas, reaccionó con sobresalto. El crujido de las ramas, la humedad que se colaba por las rendijas, el perro llorando… todo indicaba que algo más que lluvia se venía encima.

Salieron sin hablar. El barro les besaba los tobillos. La lluvia no caía: golpeaba. Como si quisiera sacudir lo dormido. La linterna temblaba en la mano de Ana. Lucas caminaba tras ella, resbalando entre raíces, con el corazón en la garganta. Pero no era miedo a la tormenta. Era otra cosa: era miedo a perder eso que apenas estaba aprendiendo a llamar hogar.

El canal comenzaba a desbordarse. Tuvieron que improvisar muros con sacos, palas, ramas. El agua les calaba los huesos. Las manos se les partían con la piedra. La ropa colgaba como plomo. Pero Ana no se detenía. Y Lucas tampoco.

“Esto es la vida también, ¿cierto?”, gritó él entre relámpagos.

Ana lo miró y sonrió con la cara empapada, como una niña que se sabe viva.

“Sí. Pero pasa. Como todo. Y uno queda.”

Cuando regresaron a la casa, exhaustos y cubiertos de barro, Ana lo ayudó a quitarse el poncho, le puso una manta al hombro y lo guió hasta la banca junto a la estufa. El fuego chisporroteaba como una criatura protectora.

Lucas temblaba, pero no sabía si era del frío o de algo más hondo.
Ana no preguntó. Se sentó a su lado y lo abrazó.
Lo abrazó con los brazos enteros, con el pecho, con la espalda, con el alma.

Y en ese abrazo, Lucas se deshizo.
No de tristeza.
Sino de todas las capas que ya no necesitaba.

Horas después, con el fuego más suave y el cuerpo entibiado, Ana se puso de pie. Le tendió la mano. No con deseo apresurado. Con certeza.

“Esta noche, si quieres… dormimos juntos. Pero no para tocarnos. Para no soltar la mano si vuelve la lluvia.”

Lucas la miró como se mira lo sagrado. Y se dejó guiar.

Durmieron abrazados, piel con piel, corazón con corazón, como si supieran que eso también es amar: acompañarse en el miedo, en el barro, en el silencio.
Y cuando la lluvia volvió a sonar sobre el techo de zinc, Lucas no sintió amenaza. Sintió cuna.

Porque a veces, lo que salva no es una palabra.
Es una manta compartida.
Es un cuerpo que no huye.
Es un pecho donde apoyarse hasta que pase la tormenta.




🌿 Capítulo final

Donde termina el viento

Pasaron los años como se pasan en el campo: con las estaciones en el rostro, las manos en la tierra y la certeza de que cada día vivido vale más que mil soñados. No hubo fechas importantes. No hubo anillos ni papeles. Pero hubo algo que jamás faltó: presencia.

Lucas y Ana construyeron su hogar con maderas sencillas, sí, pero también con palabras honestas, con gestos cotidianos, con silencios compartidos y con miradas que sabían hablar sin hacer ruido. Sembraron un huerto que crecía al ritmo del alma. Criaron gallinas, cosecharon frutos, amasaron panes y tejieron recuerdos.

El pueblo los adoptó. Ya nadie preguntaba de dónde venía Lucas. Solo sabían que era el de Ana, y eso bastaba. Los niños lo buscaban para que les hiciera remolinos con hojas. Los viejos lo consultaban para saber si el río traía barro o cielo.

Él, que una vez pensó en morir, ahora era raíz viva en tierra buena.

Y cuando su cuerpo empezó a cansarse, no lo vivió con temor. Su alma, por fin, había encontrado abrigo. Dormía más. Caminaba menos. Pero en cada gesto, estaba su amor por Ana: en cómo le pasaba la manta, en cómo cortaba las flores más altas para ella, en cómo cerraba los ojos al oler el pan que ella horneaba.

Una tarde de otoño, se sentaron bajo el viejo maqui —el mismo del comienzo, donde todo casi termina antes de empezar. El río cantaba más abajo. El viento apenas movía las hojas. Ana le tomó la mano. La apretó con suavidad.

“¿Estás listo?”, susurró.

Lucas no respondió con palabras. Solo cerró los ojos y sonrió.
Y se quedó allí.
Con la cabeza apoyada en su hombro.
Con la paz respirándole desde dentro.
Con la certeza de haber vivido.

No hubo funeral. Solo una ceremonia sencilla bajo el árbol. Una vela, una manta tejida, y una canción que Ana le tarareó como despedida. La tierra lo recibió como se recibe a un hijo que vuelve. Sin pompas. Con amor.

Ana siguió caminando. No como viuda, sino como guardiana del amor que no muere. Regaba la huerta, recogía las flores, hablaba con los pájaros. A veces, reía sola. A veces, lloraba despacio. Pero siempre vivía. Porque sabía que Lucas no se había ido: había florecido en todas partes.

Y cuando los niños del pueblo le preguntaban si estaba sola, ella decía:

“¿Sola? Nunca. Yo vivo con un bosque entero que me ama desde el otro lado del viento.”


🌸 Epílogo del alma

Por Guido Berly

Esta historia no nació para impresionar. Nació para recordarte que todavía existe lo verdadero.
Que hay amores que no necesitan escenario, solo raíces.
Que incluso cuando todo parece perdido, una sola flor puede salvarte del abismo.
Y que tal vez, la paz que tanto buscas, no está al final de un camino…
Sino en el abrazo que no soltaste cuando todo temblaba.

Gracias por llegar hasta aquí.

Comentarios

  1. Dices que no eres escritor y veo que tus historias y personajes transmiten sentimientos. Puedo sentir el frío de la lluvia, la humedad del ambiente , así como el crepitar de la leña al arder .Percibo el olor del pan recién hecho ,hasta parece que me estoy refriando...si tus lectores experimentan las situaciones como reales es que producen un impacto.

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  2. Amigo Berly,nos dejas un mensaje,en el cual muchAs veces no somos capaces de ver el gran significado de lo importante q es estar bien con uno mismo ,,anteponemos cosas de la vida tan innecesarias tribales q pensamos q son único necesario para ser feliz,(el dinero ,el orgullo,las cosas materiales etcétera) gracias por tus escritos q dejan un impacto como dices tú , bendiciones para ty amigo 🥰❤️

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  3. Es verdad lo que dice la amiga anteriormente escribes con sentimientos.como dije un día aunque uno no lo haya pasado uno se transporta a ese instante se pone en el lugar de los protagonista.y en especial este relato me hizo llorar

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  4. Nada que decir... ..una historia de amor que brota bajo una tormenta ....lo valioso que es la vida.
    .sencilla y humilde ......más grande es

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  5. Con mucho sentimiento tu escrito.. Para muchos hoy en día no se ven los sentimientos,lo verdadero, lo que no se puede comprar...cuenta más lo material y lo superficial. No solo son las mariposas del estómago en la pareja, es también comprensión, complicidad y comunicación en lo cotidiano.Tristemente a veces sólo con la madurez y la experiencia, muchos se dan cuenta de las cosas importantes y verdaderas de la vida... Hermoso lo que vivieron Lucas y Ana, un verdadero amor, sin lujos ni apariencias. Fueron muy felices finalmente. Gracias Berly por compartir tus escritos ✍️

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