El Peso de la Luz

 Las cenizas de lo que fue

Cuado pasas los cincuenta años, la vida se mira distinto. Ya no es una carrera, sino un sendero marcado por huellas que, aunque algunas duelen al recordarlas, sé que me trajeron aquí. Hoy, desde este silencio que elegí y que tanto me costó abrazar, agradezco. Sí, incluso por aquello que no me atrevo a revivir.  


Durante años, creí que mi valor estaba en sostener. En ser el muro contra el que se estrellaran las tormentas: levantarme a las seis para llevar a los niños al colegio antes de ir al trabajo, aguantar turnos dobles con café frío y sonrisas cansadas, escuchar sus sueños de ascensos y viajes mientras yo calculaba cuentas en servilletas. Ella quería volar, y yo me convertí en la raíz. Pensé que así se amaba: desapareciendo para que ella brillara.  


El día que me dijo «Necesito irme», estaba arreglando la llave del lavaplatos que goteaba —siempre había algo que reparar—. Me sequé las manos en el pantalón, lentamente, como si ese gesto pudiera borrar sus palabras. No lloré; los hombres como yo no lloran, eso fue lo que nos repitieron una y otra vez desde pequeños. Pero esa noche, mientras los chicos dormían (ya casi adultos, pero para mí siempre niños), me senté en el patio trasero junto al limon que alguna vez platamos, y el dolor me alcanzó como un maremoto. No era solo el corazón: eran las manos que temblaban, la espalda que se negaba a enderezarse, el estómago revuelto. ¿En qué momento dejé de ser su compañero para convertirme en un mueble viejo?  


Pasaron meses de silencios incómodos en la misma casa, de fingir normalidad en las cenas de domingo, de aprender a cocinar arroz sin quemarlo porque ella ya no estaba para reírse de mis errores. Hasta que un amigo, viejo como yo pero con más cicatrices, me dijo: «No te claves en lo que perdiste. Mira lo que te queda por ganar». Y algo hizo clic.  


Empecé a soltar. Regalé la mesa del comedor donde discutíamos y compré una más pequeña, de madera rústica, donde ahora escribo mis poesías torpes. Volví a tocar la guitarra, abandonada desde los veinte, y descubrí que mis dedos callosos aún podían crear belleza. Me apunté a un taller de carpintería: allí, entre virutas y barniz, reconstruí pedazo a pedazo la idea de quién era cuando nadie me necesitaba.  


Sí, hubo noches oscuras. Días en los que el vacío del sofá me ahogaba más que el humo de la fábrica. Pero también hubo amaneceres limpios, como aquella mañana en que mi hija me abrazó y dijo: «Te quiero así, papá. Entero».  


Hoy, cuando miro atrás, no siento rencor. Agradezco los veranos en la playa con los niños, las risas en la camioneta vieja, incluso las peleas que nos enseñaron a ser honestos. Y aunque hay capítulos que no releería —las palabras dichas con rabia, las oportunidades perdidas por miedo, el orgullo que nos separó—, sé que sin ellos no sería este hombre que camina ligero, sin cadenas.  


La soledad, al principio un enemigo, se volvió cómplice. Me enseñó a escuchar el rumor del viento en el jardín, a disfrutar del café amargo sin prisa, a bailar boleros descalzo aunque nadie me vea. A veces pienso en buscar compañía, pero no por miedo a estar solo, sino por elegir bien. Ya no tengo tiempo para medias verdades ni amores que pidan más de lo que doy.  


Si alguien lee esto y siente el peso de un adiós, que sepa esto: la vida no se mide por lo que nos quitan, sino por lo que nos dejan llevar. Yo cargué con rencores, hasta que entendí que podía soltarlos y, en su lugar, abrazar la leve pero firme paz de las mañanas silenciosas.  


A mis 52, me levanto cada día y saludo al espejo sin reproches. Porque al fin he aprendido: la verdadera fuerza no está en aguantar, sino en seguir de pie, con el corazón abierto, después de que todo se derrumba.  


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*Posdata: A los que siguen en la tormenta, les dejo esto: hasta el acero más duro se forja en el fuego. No teman a las caídas. La luz, cuando llega, ilumina incluso las cicatrices.*


Guido Berly

Comentarios

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Mi comentario :te abria cobijado en mis brazos para que no sufras ,como un niño dolido.

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