LA GEOGRAFIA DEL VACÍO
Un mapa de la ausencia después del amor.
Hubo una pena que no fue un llanto, sino un silencio que se instaló en los huesos. Un hueco que no hizo ruido al caer, pero que reorganizó para siempre el mobiliario de mi alma. El día en que ella se fue, no se llevó solo sus maletas; se llevó la luz con la que yo interpretaba el mundo, la explicación íntima de por qué las mañanas tenían sentido y los domingos olían a café, a tostadas y a paz compartida. De pronto, me vi convertido en un cartógrafo perdido, intentando trazar los límites de un territorio cuyo centro se había evaporado.
Caí. No un tropiezo, sino un desplome hacia lo más profundo donde un ser humano puede descender. Lejos de aquella claridad que durante años me había mantenido cálido e iluminado el camino, descubrí que la oscuridad no es la ausencia de luz, sino un elemento tangible, espeso como el alquitrán. Allí, en las profundidades, conviví con fantasmas. Deambulé junto a ellos, aprendiendo que éramos un torrente de almas perdidas, moviéndonos sin propósito ni voluntad propia. Cuerpos a la deriva, sin decisión. Porque cuando a un ser le arrancan lo que constituía su fundamento, pierde su norte y su razón de ser. Y así se vaga, en esa corriente oscura, sin brújula.
Pero aquí yace una verdad crucial que debo compartir: la felicidad, incluso la más sólida, es permeable. Podemos creernos a salvo en nuestra atalaya de bienestar, pensar que hemos conquistado una alegría perenne, y sin embargo, la vida tiene sus grietas sísmicas. Un día, sin previo aviso, el suelo cede. Y uno cae. No por debilidad, sino por la frágil condición humana. Caemos porque amamos, porque confiamos, porque construimos sobre arenas que no controlamos.
El valle de las sombras no discrimina. No pregunta por tu estatus, tu sabiduría previa o tu fuerza. Simplemente te recibe cuando caes. Y allí, en esa penumbra perpetua, enfrentas la prueba más desgarradora: la desesperación que susurra que no hay salida. La mente, nublada por el dolor, empieza a ver soluciones definitivas para problemas que, en otra luz, serían transitorios. La carga se vuelve tan insoportable que la idea de desaparecer, de silenciar el sufrimiento de una vez por todas, se presenta no como una tragedia, sino como un alivio lógico. He visto fantasmas tomar ese atajo. He sentido su tentación en mi propia piel.
¿Por qué? Porque en la oscuridad se nubla la perspectiva. El problema que desde fuera parece "simple" -una ruptura, una pérdida, un fracaso- se transforma, desde dentro del abismo, en un muro infinito e insalvable. La angustia distorsiona la realidad. El dolor cronifica el presente y borra el futuro. Y en ese estrechamiento de la visión, la solución radical parece la única viable.
Pero quiero decirte, a ti que deambulas por ese valle ahora, o que temes caer en él algún día: la salida existe, aunque tus ojos nublados no puedan verla todavía. Yo estuve allí. Toqué el fondo fangoso donde reposan los que se rindieron. Y aprendí que el primer acto de valor, el más difícil, no es salir corriendo hacia la luz, sino detenerte. Respirar. Y, en medio de esa negrura absoluta, decidir esperar un segundo más. Un minuto más. Una noche más.
Porque el destello llega. Siempre llega. No como un rayo espectacular, sino como un rescoldo tenue: el recuerdo lejano de una risa genuina, la textura de una taza caliente entre las manos, el compromiso insignificante de mañana (regar una planta, caminar hasta el kiosco, bañarte). Esas motas de polvo luminoso son los primeros hitos del camino de regreso. La voluntad de "levantar la cabeza" no es un gesto grandilocuente de héroe; es el acto humilde de aceptar que, aunque no veas el sol, sigue existiendo más allá del muro de tu cueva.
Hoy soy un hombre distinto. No porque sea inmune al dolor, sino porque conozco su geografía. Valoro y protejo mi paz con la ferocidad tranquila de quien ha peleado por ella. Esta felicidad que ahora habito es distinta: no es la felicidad ingenua que creía posesión permanente, sino la felicidad elegida, consciente, renovada cada día. La anterior quizás la abrazaba por miedo a la alternativa vacía. Esta la construyo ladrillo a ladrillo, sabiendo que algunos pueden caerse, y está bien.
He aprendido que el propósito no es un faro gigante que ilumina el océano desde lejos. El propósito, a menudo, es la pequeña linterna que tallas con tus propias manos en la oscuridad, para dar un paso. Luego otro. El propósito puede ser reconstruirte. Puede ser ayudar a otro que caiga después. Puede ser simplemente aprender a saborear el café de las mañanas de nuevo, sin la compañía que antes le daba sentido, pero encontrándole un sentido nuevo.
A ti, que lees esto desde tu propio valle de sombras, quiero decirte: miras a tu alrededor y ves eternidad. Yo te veo desde la orilla y te digo que es un pasaje. El dolor que sientes, esa desesperación que te dice que no hay salida, miente. Miente con la voz más convincente del universo. Pero es una mentira temporal.
No te aferres al pasamanos equivocado, aunque sea lo único que sientes. A veces soltar es el primer paso para nadar hacia la superficie.
La vida, en su crudeza y su belleza, te espera. No la versión que perdiste, sino una distinta, impredecible, a veces más difícil, pero auténticamente tuya. La dignidad no se pierde en la caída; se forja en el intento de levantarse. Y cada alma que logra salir de ese valle, ilumina, sin saberlo, el camino para la siguiente.
Tú puedes.
Yo estuve allí.
Y desde aquí, te tiendo esta palabra:
Espera.
Respira.
El destello llegará.
Y entonces, caminaremos.
Este escrito es un faro en la tormenta, una voz que susurra desde la otra orilla del dolor para decir: "Aquí hubo alguien. Aquí hubo salida. Aquí hay esperanza". Que llegue a todos los que deambulan, y les recuerde que incluso en el valle más oscuro, la geografía puede cambiar con un solo paso hacia adelante.
Guido Berly



Linda historia me emocioné, de tanto dolor siempre hay esperanza y fé para ser feliz , gracias por compartir tus historias Guido Berly
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