LA HISTORIA DE FERNANDA



La vida, ese intricado tejido de elecciones y consecuencias, rara vez se presenta en blanco y negro. En el silencio de nuestra conciencia, libramos las batallas más feroces: el pulso constante entre el deseo y el deber, entre el eco de lo que anhelamos y el peso de lo que prometimos. A menudo, nos enseñan que el camino correcto es el más arduo, el que implica la renuncia, el esfuerzo silencioso y la postergación de uno mismo en nombre del amor, del afecto o de un compromiso sagrado.

¿Pero qué sucede cuando ese sacrificio constante comienza a erosionar la esencia de quien lo realiza? ¿Es realmente "correcto" anularse hasta la asfixia? Quizás la respuesta no sea universal. Tal vez la verdadera rectitud no reside en lo que la sociedad dicta, sino en lo que, al mirarnos al espejo en la más absoluta soledad, nos permite conciliar el sueño con un atisbo de paz. A veces, la opción más difícil no es la que sigue las reglas, sino la que honra, de la manera más compleja y dolorosa, tanto el amor por los demás como el amor propio, ese que a menudo olvidamos en el altar del deber. Esta es la historia de Fernanda, un viaje al corazón de un dilema donde no hay villanos, solo seres humanos navegando en el mar tormentoso de sus propias elecciones.


El peso del alba

El silencio en la casa era tan denso que casi se podía palpar. Fernanda recorría los pasillos vacíos con una taza de té frío entre las manos, sus pasos amortiguados por la alfombra que sus hijos, Mateo y Sofía, habían manchado de pintura una década atrás. Ahora, con sus propias vidas iniciadas en ciudades lejanas, la casa de tres dormitorios se había convertido en un santuario de recuerdos y, para Fernanda, en una celda de una quietud agonizante.


Se había casado con Eduardo a los diecinueve años. En aquel entonces, era lo esperable. Él era su primer novio, su primer beso, su primer y único hombre en todos los sentidos. Un hombre sólido, bondadoso, cuyo abrazo era su hogar. Juntos habían construido una vida de risas compartidas, de proyectos comunes, de una intimidad que era el combustible secreto que alimentaba su amor.


Pero la diabetes, esa ladrona silenciosa, había entrado en sus vidas no con un estruendo, sino con el lento y cruel desgaste de un invierno perpetuo. Primero fue la fatiga, luego la pérdida de visión, después las complicaciones nerviosas que convirtieron el tacto en un recuerdo lejano. Su cama, antaño un territorio de complicidad y pasión, se había dividido en dos hemisferios: el de él, ocupado por frascos de medicinas y el susurro constante del monitor de glucosa, y el de ella, un páramo de soledad donde el deseo se marchitaba como una flor sin agua.


Fernanda luchó. ¡Cómo luchó! Compró lencería de seda que se ocultaba bajo su práctico albornoz. Le envió a su teléfono fotos que le hicieron ruborizarse a ella misma, susurros digitales de la mujer que aún habitaba en su piel. Esperaba ver una chispa, un destello del hombre que la miraba con hambre. Pero solo recibía un "Qué bonita estás, cariño", seguido de un "Buenas noches" y el giro de su espalda hacia el otro lado. Cada rechazo era un clavo en el ataúd de su feminidad. Se sentía como un jarrón antiguo y bello, apreciado por su historia pero que ya nadie se atrevía a tocar por miedo a que se rompiera.


Eduardo no era un mal hombre. Lo amaba. Verlo luchar contra su cuerpo, ver cómo la frustración nublaba sus ojos antes claros, le partía el alma. Su lealtad era un muro de piedra que ella misma había construido ladrillo a ladrillo a lo largo de los años. Pero detrás de ese muro, Fernanda se estaba muriendo. No físicamente, sino en esa parte esencial que nos hace sentir vivos, deseados, vistos.


Fue en ese invierno del alma cuando conoció a Alejandro.


Fue una casualidad, un comentario en un grupo de Facebook sobre jardinería. Su conversación, inicialmente sobre la poda de rosales, se transformó en un riachuelo, luego en un torrente. Alejandro era viudo, un arquitecto que había perdido a su esposa hacía cinco años y que había aprendido a habitar su soledad sin rendirse a ella. Sus palabras no eran las de un seductor, sino las de un hombre que veía a Fernanda, realmente la veía.


A través de la pantalla, él no veía a la cuidadora, a la madre, a la esposa de un enfermo. Veía a la mujer inteligente que citaba a Neruda, a la de espíritu travieso que recordaba anécdotas absurdas de su juventud, a la ser sensual que anhelaba el mar. Alejandro encendió una luz en la oscuridad de sus días. Le devolvió, palabra a palabra, la risa. Y con la risa, llegó el deseo. No el deseo abstracto y frustrado de antes, sino uno concreto, eléctrico, que le recorría el cuerpo como un relámpago cada vez que su teléfono vibraba con un mensaje suyo.


Una noche, después de bañar a Eduardo y ayudarlo a meterse en la cama, él le apretó la mano con sus dedos entumecidos. "Eres mi ángel, Fernanda. No sé qué haría sin ti". Las palabras, cargadas de amor y dependencia, le atravesaron el pecho como una lanza. ¿Un ángel? Ella no quería ser un ángel. Quería ser una mujer. De carne, hueso y pasión.


El dilema la desgarraba. Por un lado, estaba el compromiso sagrado, la promesa de "en la salud y en la enfermedad". Abandonar eso sería como arrancar las páginas más importantes del libro de su vida. Sería una traición no solo a Eduardo, sino a la joven de diecinueve años que había creído en el "para siempre". Era la opción "correcta" ante los ojos del mundo.


Pero, por otro lado, estaba la realidad desnuda de su existencia. ¿Era justo condenarse a una lenta muerte emocional por un sentido del deber que ya no era recíproco en todos sus aspectos? Eduardo ya no podía darle lo que ella necesitaba. No por maldad, sino por la cruel imposibilidad de la enfermedad. ¿Debía ella, entonces, renunciar para siempre a la posibilidad de sentirse viva? ¿No merecía su alma un poco de sol, aunque fuera a escondidas?


Una tarde, mientras Eduardo dormitaba frente al televisor, Alejandro le escribió: "No te pido que rompas tu mundo. Solo te pregunto si puedo ser, aunque sea por un momento, la ventana por la que entre un poco de sol en tu invierno".


Fernanda lloró. Lloró por la pérdida, por la confusión, por la rabia y por una esperanza que le resultaba tan aterradora como tentadora. No se trataba solo de "lujuria", como ella temía nombrarlo. Se trataba de conexión, de ser reconocida, de que alguien le recordara que, bajo el rol de cuidadora, aún latía un corazón ferviente.


La encrucijada no tenía una salida fácil. No era una elección entre lo blanco y lo negro, sino entre distintas tonalidades de gris. ¿Seguir con sus días grises, postergándose indefinidamente en nombre de un deber que, si bien la ennoblecía, la aniquilaba? ¿O desatarse al deseo, arriesgándose a perder la paz interior y el respeto por sí misma por un momento de fulgor?


La respuesta no llegó en un instante de claridad divina, sino en la quietud de la noche, mirando el perfil dormido de su marido, el hombre que había sido su todo. Comprendió que la decisión más "correcta" para ella, la que le permitiría vivir consigo misma, no era la más fácil ni la más convencional. No era abandonar, pero tampoco era anularse por completo.


Tomó una decisión que no era de abandonar, sino de integrar. Decidió que su compromiso con Eduardo era inquebrantable. Seguiría a su lado, honrando la vida que habían construido, con una lealtad que nacía del amor, no solo de la obligación. Era la elección que la dejaba más tranquila, la que honraba la historia que habían escrito juntos.


Pero también decidió que no podía seguir anulándose. Le escribió a Alejandro: "No puedo darte mi cuerpo sin traicionar a quien fui. Pero no quiero perder la mujer en la que me estoy convirtiendo gracias a ti. ¿Puedes aceptar una amistad que es, tal vez, el amor más puro que puedo ofrecer en este momento?".


Alejandro, con una madurez que la conmovió, aceptó. Su conexión no desapareció, sino que se transformó. Siguió siendo su faro, su confidente, el recordatorio de que Fernanda no estaba muerta.


Y Fernanda, en medio de aquel dilema imposible, encontró una tercera vía. Comenzó a escribir. En un diario, volcó todos sus deseos, su frustración, su amor por Eduardo y su conexión con Alejandro. Empezó a salir a caminar, a retomar la pintura que había abandonado. Recuperó pequeños espacios para sí misma, donde podía ser simplemente Fernanda, no la esposa de un enfermo.


No era la solución perfecta. A veces, la soledad la golpeaba con fuerza y el deseo era una marea difícil de contener. Pero había elegido vivir en la complejidad de su verdad. Había elegido la opción que, para ella, era la correcta: honrar su deber sin renunciar por completo a su esencia. Seguía al lado de su marido, con una ternura renovada, porque era su elección consciente, no su única opción. Y en su interior, una pequeña llama de su yo más auténtico, avivada por una conexión improbable, seguía ardiendo, desafiando al invierno, esperando, tal vez, una primavera diferente a cualquier otra que hubiera imaginado. Era su paz, su complicada y honesta paz.


Guido Berly

Comentarios

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. Muy linda historia de Fernanda , en algún momento también fui ella , con la diferencia de que yo me postergue completamente por cuidarlo a él asta el día de su muerte ,me siento bien y tranquila por haberlo echo , aunque en ese momento mi familia me pedía que me preocupara por mi también,la diabetes es como un cáncer silencioso apoderándose de todos los órganos y que llega el momento que ya nada se puede hacer.
    Exito y Felicidad.💞

    ResponderEliminar
  3. A veces el corazón humano toma decisiones que no encajan en las normas ,pero encajan en la necesidad de seguir vivo y eso es profundamente humano,ella no dejó su casa ni abandonó su promesa solo abrió un espacio para respirar.

    ResponderEliminar
  4. Muy buena historia la de Fernánda, aveces no necesitas, un marido enfermo para sentirte atada y sentirte ese jarrón de. Cristal..Pero ,aveces quieres escapar,, salir corriendo y sentirte libre, valorada y por sobre todo deseada .
    Pero existe esa promesa de UN PARA SIEMPRE.,y vuelve s a tu realidad..

    ResponderEliminar
  5. Creo que fue la mejor decisión que pudo tomar fernanda ya que el amor no solo solo se basa en lo carnal también se basa en el respeto en el cariño en la fidelidad en el acompañamiento en el cuidado que hubiera pasado si fuera al revés? Creo que ella también hubiera deseado ser acompañada por quien fue su primer amor y siempre estuvo a su lado también pienso que clase de amor sería si ella está pensando en otra persona como puede?acaso puede dejar de amar a su gran amor tan solo por no poder tocarla?no podría caber en mi cabeza algo así pero bueno mi querido BERLY se que todos pensamos diferente y todos tenemos nuestros propios derechos. Hermosa tu historia un abrazo gigante mi PRECIOSO CABALLERO

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares