JULIETA Y LOS BARROTES INVISIBLES
Julieta miraba por la ventana de su penthouse como quien observa una herida abierta. Desde las alturas, la ciudad se extendía como un animal cansado respirando en la noche—luces titilando como párpados agotados, autos corriendo como pensamientos que no encuentran reposo. Vestía aún su traje de diseñador, perfumado de éxito reciente, pero todo aquel brillo le parecía un espejismo. La verdad más simple emergía implacable: estaba sola consigo misma, y ese vacío pesaba más que cualquier rascacielos.
Esa noche, por primera vez en años, el silencio no era un lujo conquistado sino un espejo implacable. Y en ese reflejo vio con crudeza la mujer en que se había convertido: corría tras metas que no recordaba haber elegido, cumplía sueños que nacieron en miradas ajenas, vivía una vida que brillaba hacia fuera pero que por dentro era un cuarto sin ventanas.
Acumulaba títulos, propiedades, aplausos... pero no momentos, no ternura, no calma. Se esforzaba por ser admirada, pero no por sentirse viva.
En medio de esa introspección que la dejó sin aire, el recuerdo de Gustavo regresó como un golpe dulce y devastador. Hubo un tiempo en que no estaba sola. Gustavo había sido su hogar. Al principio, él era su meta más preciada. Juntos formaban una fuerza imparable: ella, la visionaria con planes audaces; él, el arquitecto que disfrutaba levantando cada pared, saboreando el proceso.
Compraron una casa pequeña con jardín. Para Gustavo, cada flor que plantaban era una celebración. Para Julieta, era el primer paso hacia una mansión con vistas al mar. Gustavo era un hombre anclado en la tangible dulzura del presente—disfrutaba el silencio compartido de los domingos, el aroma del café recién hecho, la textura de la madera que lijaba para un estante. La felicidad, para él, no era un destino sino el paisaje del viaje.
Pero Julieta vivía en el futuro. Cada logro—ascenso, aumento de ingresos, mención en prensa—era rápidamente sepultado bajo los cimientos de la siguiente meta. La casa con jardín dejó de ser hogar para convertirse en "activo". Sus vacaciones no eran para descansar sino para demostrar estatus, coleccionando sellos en un pasaporte sin imprimir memorias en el alma.
La distancia se abrió silenciosamente. Donde él veía una noche perfecta para mirar estrellas, ella veía una oportunidad perdida para hacer contactos. El fuego que los unió se apagó sin gritos, con el frío de la indiferencia y la postergación constante de la vida. Seguir juntos se volvió una farsa agotadora—una actuación para otros mientras en su interior habitaban dos extraños compartiendo dirección.
La separación partió el alma de Gustavo. No era solo la pérdida de ella, sino de un futuro que creía compartido. Permaneció en la casa con jardín, que ahora sentía enorme y silenciosa. Durante semanas flotó en nostalgia y dolor, pero algo crucial lo mantenía a flote: su capacidad de habitar el presente incluso en el dolor.
Mientras Gustavo quedaba destrozado pero vivo, Julieta permanecía intacta pero vacía.
Gustavo reconstruyó desde lo simple: leer por las tardes, cocinar para sí mismo, pasear al perro, reparar muebles con la paciencia de quien se sabe en paz. Su viejo auto seguía allí, fiel y libre de pretensiones. Su casa, la misma de siempre, volvió a llenarse de proyectos, aromas y risas. Sin darse cuenta, se volvió quizás por primera vez completamente feliz—no porque lo tuviera todo, sino porque disfrutaba profundamente de lo que tenía.
Julieta siguió escalando. Cambió el loft por un penthouse, el auto por uno deportivo, el reconocimiento por otro mayor. Pero cada éxito se desvanecía rápidamente, dejándola más hambrienta. Era como beber agua salada—cuanto más consumía, más sedienta estaba. Observaba redes sociales, veía a amigas con familias y sonrisas genuinas, y un veneno de envidia le corroía las entrañas. ¿Por qué ellas tenían esa paz sencilla que a ella se le escapaba entre los dedos?
Un trámite de divorcio pendiente los obligó a juntarse. Julieta llegó impecable, con un vestido que gritaba éxito pero con ojos que delataban tormenta interior. Gustavo llegó como siempre: sencillo, presente, sereno, como quien tiene un pacto secreto con la vida.
Ella no podía apartar la mirada de él. Mientras ella forcejeaba con la existencia, él parecía fluir con ella. La incomodidad de Julieta crecía—su felicidad le resultaba ofensiva, un insulto a todos sus logros.
Finalmente estalló: "Gustavo, ¿cómo puedes andar así de feliz? Estás donde mismo al separarnos. No tienes logros. El mismo auto, la misma casa... ¿Es que no tienes ambiciones?"
Gustavo no se inmutó. Con calma de río tranquilo, respondió: "Tu pregunta me recordó una historia. Imagina dos presos en celdas idénticas, con la misma ventana con barrotes. Les dan implementos para pintar."
"El primer preso pinta su ventana con barrotes—destaca cada barrote de acero, sombrea la solidez del metal. Su obra es tan realista que parece una segunda ventana en la pared. Pero es un recordatorio constante de su encierro."
"El segundo preso no pinta los barrotes. Pinta el paisaje que ve a través de ellos—montañas lejanas, cielo azul, pájaros volando. Cuando mira su obra, olvida que está en una celda. Se siente afortunado por tener esa vista."
Hizo una pausa cargada de significado. "Esas son dos formas de ver la vida, Julieta. Tú has pasado tu vida pintando cada barrote que te separa de lo que no tienes. Yo decidí pintar el paisaje de lo que sí tengo."
El silencio que siguió fue distinto—denso, cargado de verdad. Las palabras de Gustavo no eran un ataque sino una llave girando en una cerradura oxidada dentro de ella.
Por primera vez no se vio como guerrera incomprendida sino como prisionera de su propia ambición. Había estado tan ocupada forjando cadenas de oro que no notó que seguían siendo cadenas.
Esa noche, en su silencioso penthouse, Julieta no abrió su laptop. Se acercó a la ventana y miró la ciudad con nuevos ojos. La comprensión llegó como lluvia lenta—empapándola hasta que súbitamente estuvo completamente mojada.
Lloró sin elegancia, sin maquillaje que salvar. Lloró por todas las veces que exigió felicidad para mostrarla, no para sentirla. Por todos los pequeños milagros que ignoró—atardeceres, risas, cafés compartidos—por perseguir logros que nunca la abrazarían de vuelta.
Lloró por Gustavo—por no haber sabido mirarlo, por no entender que no era un hombre sin ambiciones sino con prioridades claras. Él había elegido vivir; ella había elegido demostrar.
Cuando las lágrimas cesaron, ocurrió algo extraño. No una epifanía dramática, sino un espacio nuevo dentro de sí—una grieta por donde entraba la luz.
Abrió un viejo cuaderno de bocetos. Sus dedos temblaron como si sostuvieran no un lápiz sino su propia vida. Comenzó a dibujar.
No dibujó el cielo perfecto que anhelaba. Dibujó su ventana. Dibujó el río herido que cruzaba la ciudad. Dibujó una luz que no sabía si era del amanecer o de su propia alma intentándolo.
Mientras trazaba líneas torpes y sinceras, comprendió que ese era su primer acto de libertad verdadera. No estaba dibujando el mundo que quería, sino el que tenía. Y por primera vez... le pareció suficiente.
Los días siguientes fueron un redescubrimiento. Julieta comenzó a notar detalles que siempre estuvieron allí: cómo la luz matutina creaba patrones en el piso, cómo la lluvia cantaba contra el cristal. Canceló una reunión importante—algo impensable antes—y simplemente se sentó a observar cómo las sombras bailaban en la pared. No había propósito, solo el momento, frágil y perfecto.
Visitó su antigua casa, donde crecio junto a su madre. La dueña actual, una mujer de sonrisa tranquila, la reconoció. "Usted debe ser Julieta. Gustavo me habló de usted. Siempre dijo que este jardín llevaba su esencia." Comprendió entonces que nunca había perdido su conexión con la belleza—solo había estado demasiado ocupada pintando barrotes como para ver el jardín que ayudó a crear.
En su trabajo, algo curioso ocurrió: al dejar de obsesionarse con resultados y enfocarse en el proceso, encontró una creatividad que creía perdida. Las ideas fluían naturalmente. Había descubierto la paradoja más hermosa: al dejar de forzar el río, las aguas encontraban su cauce.
Un mes después, Julieta se miró al espejo y reconoció por primera vez a la mujer que había sido antes de perderse en la carrera del éxito. No era regresión sino integración—todas sus experiencias, logros y fracasos ahora formaban un todo coherente.
Ya no necesitaba demostrar nada. No necesitaba acumular trofeos para validar su existencia. Había descubierto que la verdadera abundancia no estaba en tener más, sino en ser más plenamente ella misma.
Tomó su cuaderno—ahora lleno de dibujos imperfectos pero sinceros—y en la última página escribió: "Hoy entendí que la felicidad no es un destino al que llegar, sino la calidad del viaje. No es lo que obtenemos, sino cómo habitamos lo que tenemos. Los barrotes siguen ahí, pero ya no son el centro de mi atención. He elegido pintar el paisaje."
Mientras tanto, en la casa con jardín, Gustavo regaba las plantas al atardecer. Una sonrisa tranquila jugueteaba en sus labios. Sabía, sin necesidad de palabras, que Julieta había comenzado su camino de regreso a casa—no a una casa de cemento y ladrillos, sino a ese lugar interior donde el alma puede descansar.
Y así, bajo el mismo cielo infinito, dos personas que compartieron un camino y luego se separaron encontraron paz en la misma verdad fundamental: la vida no se mide por lo que acumulamos, sino por la profundidad con que vivimos cada momento, por cómo saboreamos cada instante, por nuestra capacidad de apreciar el milagro cotidiano de existir.
La vida nos ofrece a todos el mismo lienzo y la misma ventana. Mientras algunos afilan sus quejas y pintan con devoción sus cadenas, otros—los sabios, los valientes—eligen pintar el cielo. Porque la única prisión real es aquella cuyos barrotes hemos pintado nosotros mismos. Y la única libertad verdadera es decidir, en cada momento, qué merece la pena contemplar en el lienzo de nuestra existencia.
La plenitud no está en poseer más, sino en mirar mejor. No está en llegar más lejos, sino en habitar completamente el lugar donde ya estamos. Porque al final, la libertad no consiste en romper los barrotes... sino en decidir qué pintamos a través de ellos.
Guido Berly



Que hermosa reflexión . Me hizo recordar un poco mi pasado , son muy emotivo tus escritos te felicito Berly sigue así 👏
ResponderEliminarHola
ResponderEliminarCómo se dice , nunca es tarde, lo importante es darse cuenta lo lindo que es la vida cuando la llevamos con humildad es por eso que yo elijo pintar mi cielo, todos los días hay cosas lindas,como para continuar pintando y ser felices con cosas tan simples como ver una linda flor .
Felicidades Guido y mucho éxito 🍀💕
Esta historia de amor de dos personas que se separaron desde dos extremos tan distintos ,terminar encontrando paz en la misma verdad y que la libertad la verdadera es elegir que' pintar.
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