EL HONOR DE LOS AÑOS
La pantalla del teléfono brillaba suavemente en la penumbra de la habitación. Miguel, de cincuenta y ocho años, observaba el mensaje de Ximena: "Has el esfuerzo y me nombras como señorita".
La corrección lo había dejado perplejo. No era la primera vez que Ximena, con sus cuarenta y cinco años bien llevados -según sus propias palabras-, rechazaba cualquier insinuación de que el tiempo hubiera pasado para ella. Miguel se acomodó en el sillón y dejó que su mente navegara entre los recuerdos.
Ximena, la mujer con quien había compartido incontables conversaciones nocturnas a través del teléfono, la mente aguda que discutía sobre Borges y películas japonesas de los setenta, la que conocía cada canción de los Beatles y podía recitar poemas de Benedetti de memoria... esa misma mujer se resistía a aceptar el simple título de "señora".
¿Qué tenía de malo ser señora?, se preguntó Miguel mientras deslizaba el dedo sobre la foto de pantalla de su teléfono. Allí estaba él, abrazando a Elena, su esposa, ya fallecida hace ocho años. En sus rostros se veía la vida vivida: las arrugas alrededor de los ojos que delataban risas compartidas, la paz en sus miradas que sólo llega después de superar tormentas.
"Señor". A Miguel le gustaba que le llamaran así. Cada cana en su cabeza representaba una lección aprendida. Cada línea en su rostro contaba una historia de supervivencia. Su rodilla izquierda, que aún le dolía después de todas aquellas aventuras juveniles con sus amigos -esas caminatas por montañas sin equipo adecuado, los viajes en mochilero por países lejanos-, era testigo de una vida vivida con intensidad.
Él no entendía esta negación. Para Miguel, envejecer era un privilegio negado a muchos. Recordaba a Carlos, su compañero de aventuras, muerto a los treinta y dos por un accidente absurdo que no entendía de negaciones ni de títulos. Carlos habría dado cualquier cosa por llegar a ser un "señor", por cruzar la barrera de los cuarenta que nunca alcanzó.
Miguel abrió la aplicación de mensajes. No respondería con enfado, sino con una historia.
"Querida Ximena," comenzó a escribir con sus pulgares, "tu corrección me ha hecho reflexionar. Permíteme compartir contigo un recuerdo."
Sus dedos se movían con agilidad sobre la pantalla táctil, transmitiendo una verdad que sentía en lo más profundo de su ser.
"Hay un árbol en el patio de la casa donde crecí. Un roble antiguo y majestuoso. De niño, me trepaba por sus ramas más bajas. En mi adolescencia, me refugiaba bajo su sombra con mis libros."
Hizo una pausa, recordando con claridad aquel día significativo.
"Cuando mis padres decidieron vender la casa, llegó un comprador interesado. Todo estaba acordado, hasta que el hombre señaló el roble y dijo: 'Lo primero que haré será talar este árbol viejo'. Mi padre, sin dudarlo un instante, respondió: 'Entonces no hay trato'. Perdió una venta excelente, pero salvó el árbol. 'Algunas cosas valen más que el dinero', me explicó después. 'Ese árbol ha sido testigo de nuestra historia familiar'."
Miguel bebió un sorbo de su té, ya tibio, antes de continuar.
"Nosotros somos como ese árbol, Ximena. Las canas son como esas ramas plateadas que brillan bajo el sol de la tarde. Las arrugas son como las grietas en la corteza, mapas de experiencias vividas. Negar que somos señoras y señores es como querer talar nuestro propio árbol interior, rechazar las historias que nos han formado."
Sus pulgares volaban sobre la pantalla, compartiendo una revelación que había madurado con los años.
"No digo que sea fácil aceptar el paso del tiempo. Cada mañana, cuando me miro al espejo, veo a un hombre diferente al que era a los veinte. Pero ese joven de veinte era inexperto, impulsivo, inseguro. Prefiero mil veces al hombre de cincuenta y ocho, que ha aprendido a perdonar, que valora el silencio cómodo, que sabe escuchar."
Recordó entonces a su hija Laura, y cómo hace apenas un mes le había preguntado sobre sus arrepentimientos. "Me arrepiento de las oportunidades que no tomé por miedo," le había confesado, "pero no me arrepiento de ninguno de mis errores, porque hasta el más doloroso me enseñó algo valioso."
Continuó escribiendo: "He tomado decisiones equivocadas, por supuesto. Algunas me causaron dolor a mí y a otros. Pero cada una fue mía. Nunca culpé a nadie por mi camino, porque incluso cuando las circunstancias eran adversas, siempre tuve opciones."
Miguel pensó en Ximena, en las conversaciones donde ella mencionaba de pasada su divorcio, la crianza sola de su hija, sus sueños truncados. Tal vez en ese "señorita" había una negación no solo de la edad, sino de ciertas experiencias que la habían marcado.
"Tal vez," escribió con especial cuidado, "el problema no está en la palabra 'señora', sino en lo que creemos que representa. Si ser señora significa haber amado y perdido, haber intentado y fallado, haber soñado y despertado... entonces es un título honorífico que deberíamos llevar con orgullo."
Finalmente, llegó al meollo de su reflexión:
"La muerte nos visita a todos, Ximena. Lo sé bien, he despedido a amigos que ni siquiera llegaron a los cuarenta. Pero esta certeza no debería entristecernos, sino liberarnos. Si hoy fuera mi último día, querría que me recordaran como lo que soy: un hombre que vivió plenamente, que amó profundamente, que erró estrepitosamente y se levantó con más fuerza. Un señor en el sentido más noble de la palabra."
"Tu amigo, que te aprecia tal como eres - con todos tus años y experiencias incluidas,
Miguel"
Al darle a "enviar", Miguel sintió una paz profunda. No esperaba respuesta inmediata, ni que Ximena cambiara de opinión mágicamente. Pero había sembrado una semilla, como aquel roble que su padre había defendido.
Minutos después, su teléfono vibró suavemente. Era Ximena.
"Querido señor Miguel," comenzaba su mensaje, "tu historia me ha llegado directo al corazón. Tal vez tengas razón. Quizás he estado queriendo talar mis propias ramas viejas por miedo a que alguien las vea y piense que estoy decayendo. Pero esta noche, al leer tus palabras, me di cuenta de que mis cicatrices son precisamente lo que me ha permitido entender el dolor ajeno."
Y terminaba: "La próxima vez que me llames 'señora', prometo recibirlo como un elogio. Después de todo, como bien dices, es un título que nos ganamos con cada batalla librada. Con cariño, Ximena (orgullosa de ser una señora)".
Miguel sonrió. Apagó la pantalla del teléfono y se dirigió a la ventana. Afuera, la luna bañaba el jardín vacío, pero en su mente podía ver claramente aquel roble de su infancia, aún firme en el patio de sus padres, sus ramas extendiéndose hacia el cielo como brazos que abrazan la historia.
Y en ese momento entendió que la verdadera madurez no consiste en negar los años vividos, sino en abrazarlos como partes esenciales de quienes somos; no en lamentar el camino recorrido, sino en agradecer cada paso que nos ha traído hasta aquí, hasta este preciso instante en que podemos decir, con orgullo y gratitud: he vivido, he aprendido, y valió la pena cada cicatriz.
Guido Berly



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ResponderEliminarenvejecer es un gran privilegio para mí,es usted un privilegiado ,de poder llegar a tantas personas con sus escritos ,y más aún ,un agrado poder leerlos ,gracias berly,que el espíritu Santo le siga iluminando su mente con claridad y sabiduría 🙏🤗
ResponderEliminarmuy bonito escrito, buena lección de vida , le deseo mucho éxito.☺️
ResponderEliminarHola estimado Berly ,siempre en nuestra juventud no queremos q pasen los años pero es algo inevitable,con el pasar de los años vemos q casi todos tenemos un viejo Roble en nuestras vidas ,gracias por el mensaje q nos dejas ,asumo mis años con mucha alegria ❤️abrazos 🌼🌻🥰
ResponderEliminarMi querido Berly es un placer leer tus escritos, ya que son lecciones de vida.
ResponderEliminarTenemos que llevar los años con dignidad y alegría.
Gracias por compartir tus historias, muchos cariños y éxito 🙌