EL DESTELLO DE UNA SONRISA



La decisión de soltar a Grasiela no nació del odio, sino de un amor extraño y silencioso: el amor por mi mismo.

Habíamos compartido siete años, un perro llamado Tango y la hipoteca de un sueño que, con el tiempo, se nos fue quedando sin oxígeno.

El fuego del que todos hablan —ese que abriga en el frío y protege de las noches de hielo— se había ido apagando lentamente, sin estruendo, como una brasa que se vuelve ceniza sin que uno lo note.

Ya no quedaban llamas, solo el calor residual de la costumbre.


Dejarla fue como arrancarse una capa de piel: quedé expuesto, vulnerable, tiritando bajo la intemperie de mi propia soledad.

Los primeros meses fueron un camino de piedras filosas, descalzo, con el viento silbando en los oídos y recordándome, a cada paso, lo que ya no estaba.

Pero el ser humano —por más que se niegue— está diseñado para sanar.


Aprendí a dormir otra vez en el centro de la cama, a cocinar para uno sin que el silencio pesara, a reír con una película sin buscar otra mirada que validara la mía.

La paz no llegó como un torrente, sino como una marea baja: discreta, paciente, serena.

Creí haber encontrado un nuevo equilibrio, un territorio íntimo donde yo era el único habitante y soberano.


Hasta que, sin avisar, picó el bichito.

No era tanto la soledad lo que dolía, sino una curiosidad punzante: esa pregunta insidiosa —“¿y si...?”— que se instala en la mente como un eco testarudo.

Decidí intentarlo, pero con la prudencia de quien ya conoce las quemaduras del fuego.


Me registré en Almas Gemelas, una aplicación que prometía conexiones “auténticas”, más allá del instante.

Buscaba profundidad, no distracción; un brillo que no fuera de fósforo, sino el amago de un incendio controlado.


Las cuatro semanas siguientes fueron un desfile de sonrisas forzadas y biografías calcadas, escritas con las mismas frases de manual.

Era como estar en un supermercado de almas, deslizando el dedo sobre envases atractivos pero vacíos.

Di algunos “me gusta”, recibí unos cuantos de vuelta.

Conversaciones que nacieron y murieron en la misma tarde, ahogadas en la banalidad de un “¿qué haces?” o el silencio abrupto de un ghosting.

La decepción fue apagando la ansiedad inicial.

Me resigné.

Tal vez mi barco ya había zarpado, y lo que quedaba era aprender a navegar en solitario.


Una noche que el agotamiento me venció.

Había sido un día implacable, y me rendí a la cama con el cuerpo rendido y la mente vacía.

Hasta que un estruendo me arrancó del sueño: ladridos furiosos, sombras en el antejardín, y Tango corriendo detrás de un gato intruso.

La medianoche acababa de pasar.

Desvelado, con la adrenalina aún corriendo por las venas, comprendí que el sueño no regresaría.


Encendí el teléfono.

Revisé correos inútiles, recorrí un río de selfies y quejas en redes sociales.

Casi sin pensarlo, abrí la aplicación.

Era un gesto automático, un reflejo más que una intención.


Los rostros se sucedían uno tras otro: playas, filtros, sonrisas idénticas, poses ensayadas.

Las eliminaba con la frialdad de un director de casting cansado de ver siempre el mismo papel.

Nada me conmovía.

Mi corazón era una piedra pulida por el desencanto.


Hasta que apareció ella.


No fue un golpe de belleza.

No me detuve a analizar proporciones, ni colores, ni detalles.

Fue algo más profundo: un destello, una sacudida.

Como si mi mundo en escala de grises hubiera sido atravesado por una línea de luz que contenía todos los colores.


Llevaba el cabello recogido de cualquier manera, unos rizos escapándose con la libertad de quien no se preocupa por la perfección.

No tenía maquillaje, ni filtros, ni poses.

Pero su sonrisa...

Su sonrisa no era para la cámara: era para la vida.

Amplia, sincera, llena de una luz que llegaba hasta los ojos.

Había en ella una traviesa bondad, una alegría limpia, sin esfuerzo.

Una sonrisa que no pedía nada, solo existía.


Sin pensarlo, sin leer su perfil, sin estrategia alguna, mi pulgar escribió un mensaje.

Un impulso.

Una de esas veces en que el corazón logra esquivar los filtros de la razón:


> “No sé quién eres, ni he leído tu perfil.

Solo sé que, entre este mar de rostros predecibles, tu foto fue como encontrar un faro.

Tu sonrisa es la primera que parece de verdad en semanas.

Disculpa mi atrevimiento, pero no pude evitar decírtelo.”




Apreté enviar.

Y entonces, como un espejismo, desapareció.

No supe si fue un error mío, un fallo de la aplicación o una broma cruel del destino.

Su perfil se esfumó, y con él toda posibilidad de volver a verla, de leer su biografía, de conocer siquiera su voz.


Solo me quedó un nombre, flotando en la bruma de la pantalla: Catalina.

¿Era real? No lo sé.

Solo sé que era dueña de una sonrisa hermosa y de mi noche arruinada.


La paz que tanto me costó construir se desvaneció en segundos.

Yo, que me creía a salvo, volvía a estar preso del anhelo.

Ahora estaba tendido en la cama, mirando el techo, con la mente ardiendo de preguntas:


¿Habría llegado el mensaje?

¿Lo leería?

¿Mi perfil, tan común, le parecería siquiera digno de una mirada?

¿Sonaría desesperado?

¿Me recordaría al menos un segundo antes de desaparecer?


Me levanté, bebí agua, miré por la ventana la noche quieta.

Tango dormía, ajeno al caos interior de su dueño.

Volví a acostarme.

Tomé el teléfono. Nada.

Lo dejé en la mesita.

Cinco minutos después, lo tomé de nuevo.

Silencio.


La ansiedad se enredaba en mi pecho como una enredadera.

Mi vida tranquila se había fracturado.

Había pasado de la serenidad a la expectación febril en cuestión de segundos.


Y ahí estaba yo: un hombre adulto, mirando un rectángulo de cristal como si en él se escondieran las respuestas del universo.

Todo por una mujer de la que solo sabía un nombre… y una sonrisa que me recordó que aún podía sentir.


En el silencio de la habitación, solo una pregunta persistía, mezclándose con el tictac del reloj:


¿Y si ella también me está buscando?


Guido Berly 

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