UN OCEANO MAS ALLA DE LA JUVENTUD



La veía siempre con cierta distancia. Me gustaba observar sus gestos, la elegancia con que llevaba cada movimiento. La forma en que se sentaba en el sofá, reclinándose ligeramente como si el mundo entero fuera su salón, mientras contaba anécdotas que pintaban el aire de colores que yo no conocía. Me hacía dejar de salir con amigos, postergar compromisos, con tal de estar allí, en el mismo espacio que ella, cuando visitaba nuestra casa. Era mi secreto a voces, un imán que no entendía pero al que no podía resistirme.

Hasta que llegó ese domingo. El almuerzo familiar, la luz entrando a raudales por la ventana, y el azar —o el destino— que la sentó a mi lado. Mientras yo narraba una de mis historias, intentando parecer ingenioso, sentí el calor de su brazo rozando el mío sobre la mesa. Fue una chispa, una sensación cálida y eléctrica que me recorrió todo el cuerpo. Sin embargo, por miedo, por esa educación que nos dice que ciertos límites no deben cruzarse, corri lemtamente mi brazo un par de centimetros hacia mi cuerpo. Disimulé, continué hablando y logré arrancar risas a todos. Y entonces, como un desafío silencioso, ella volvió a buscar mi brazo. Esta vez, no hubo duda: era intencional. Quería sentir el contacto, la textura de mi piel en la suya. Era el lenguaje tácito de un deseo que comenzaba a respirar.

Ella se había separado hacía un tiempo y navegaba en su libertad. Yo, aunque salia con una chica, no tenia nada folmal, vivía en una realidad gris comparada con el torrente de emociones que ella despertaba en mí. Mi mente no podía procesarlo: era la amiga y jefa de mi madre, una mujer con una vida entera ya vivida. Y sin embargo, mi imaginación volaba, prohibida y febril, soñando con abrazarla, con sentir su cuerpo contra el mío, con explorar un territorio que todos considerarían un tabú.

El destino, sin embargo, es un guionista audaz. Poco después de irme de casa, con un trabajo estable y mi propio departamento, nos encontramos por casualidad en un vuelo con destino al mismo lugar, sin habérnoslo contado. Allí, a miles de metros de altura, las reglas del mundo terrenal parecieron disolverse. Conversamos durante horas. Le confesé que era mi primer viaje internacional, que estaba perdido y nervioso. Ella me miró con una calma que lo arrasaba todo y dijo: “Yo me manejo bien allá. Te ayudo.”

Esa noche, cenamos juntos. Por primera vez, no éramos “el hijo de” ni “la amiga de”. Éramos dos personas, punto final. Y en la intimidad de aquel restaurante, con la ciudad desconocida brillando a nuestros pies, ella me permitió entrar en su mundo.

Y qué mundo. Esa noche, abrí los ojos ante la magnificencia de una mujer madura, segura de sí misma. Yo, que me creía un galán, un vanguardista en el arte del amor, comprendí que solo había estado jugando en la orilla del mar. Ella era el océano entero. Su experiencia no era un bagaje, era una sabiduría que se extendía hacia los confines del cosmos. No había timidez, ni juegos; había una comunicación honesta con su propio cuerpo y el mío. Me enseñó que la verdadera intimidad no es una carrera, sino un viaje de descubrimiento mutuo, donde la confianza es el mapa y el placer, el destino.

Hoy, con muchos más años a cuestas, cargo conmigo esa verdad como un tesoro. Comprendí que una mujer en sus cuarenta no ha llegado al final de nada; está en la cúspide de su poder. Ha dejado atrás las inseguridades de la juventud para abrazar quién es realmente. Tiene la fuerza de quien conoce su valor y la ternura de quien ya no tiene nada que demostrar.

Y una mujer de cincuenta… una mujer de cincuenta es una diosa. Es la suma de todas sus batallas y victorias, amores y aprendizajes. Lleva en sus ojos la profundidad del tiempo y en su sonrisa, la serenidad de quien se posee a sí misma por completo. Su cuerpo no es el de una adolescente, es el de una arquitecta que ha moldeado su propio universo: curvas que son colinas suaves, arrugas que son senderos de sabiduría, y una piel que cuenta la historia de una vida bien vivida.

Nunca deben sentirse mal por llegar a esta edad. Al contrario, deberían celebrarlo con la cabeza en alto. Porque la juventud es un borrador; la madurez, la obra de arte final.

Años después de aquel viaje, nuestras vidas tomaron rumbos distintos, pero el regalo que ella me dejó perdura. La encuentro a veces, en una comida o por casualidad, y su mirada sigue teniendo ese mismo brillo sereno y poderoso. Ahora, cuando veo a una mujer que camina con la confianza de sus años, no veo "edad". Veo una historia andante, una maestra del arte de vivir. Y le sonrío, sabiendo que las mejores amantes no son las más jóvenes, sino las que, como ella, tienen el valor de saberse diosas en un mundo que a veces se olvida de mirar más allá de la superficie.


Guido Berly

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