LAS CENIZAS DE LO COTIDIANO


 

Esteban y Carolina se encontraron en el otoño de sus vidas, cuando el verano ardiente de la juventud ya había dado paso a una luz más tenue y dorada. Él, a sus cuarenta y cinco años, había construido una vida de orden y precisión. Su departamento era un testimonio de su mente: cada libro alineado por altura y color, las llaves colgadas en su gancho designado, la ropa doblada con la geometría de un origamista. Era un hombre que creía que el caos externo fomentaba el caos interno, y se había protegido contra ambos con fervor.

Carolina, cuarenta y dos años, era un huracán de vida vivida. Dos matrimonios y una convivencia de dos años habían dejado cicatrices y sabiduría, pero no amargura. Su casa era un museo de proyectos iniciados, de pasiones efímeras, de belleza desordenada. Los muebles estaban cubiertos de capas de vida: bufandas, libros a medio leer, velas perfumadas a medio derretir. Su walking-closet, como él lo bautizó con una sonrisa inicialmente cariñosa, era una entidad viva y cambiante, un ecosistema de telas y decisiones pendientes.

Se conocieron en una cena de amigos, dos barcos que, tras navegar rutas separadas y a veces tormentosas, se encontraron en un mar en calma. La conexión fue inmediata. Esteban se sintió atraído por la calidez espontánea de Carolina, por la forma en que su risa llenaba una habitación. Carolina vio en el orden de Esteban una promesa de estabilidad, un puerto seguro después de tantos naufragios.

Durante esos primeros meses, todo fue luz. Sus diferencias eran encantadoras. A él le divertía el “caos creativo” de ella; a ella le parecía adorable su “adorable meticulosidad”. Se veían unos días en su casa, otros en su departamento. Lo desordenado de ella era un detalle pintoresco, no un defecto de fábrica. La rigidez de él era una excentricidad, no una barrera. El amor, ese gran escenógrafo, había decorado el set perfecto, y ambos actuaban sus papeles a la perfección. Se casaron tras dos meses de conocerse, en una ceremonia íntima bañada por la certeza de haber encontrado, por fin, a su media naranja.

Pero el matrimonio fue el click que apagó la escenografía.

De pronto, la seguridad del contrato, la supuesta indisolubilidad, actuó como un disolvente para el esfuerzo. Ya no había necesidad de impresionar, de seducir, de mostrar la mejor versión de uno mismo. La promesa de “para siempre” se convirtió, inconscientemente, en un permiso para “relajarse”.

Para Esteban, la vida comenzó a teñirse de gris. El desorden de Carolina ya no era adorable; era un agravio diario a su necesidad de orden. Su walking-closet era ahora un campo de batalla donde la ropa limpia y la sucia libraban una guerra eterna. Su vanitorio, una jungla de frascos que le ocultaban el reflejo de la mujer que había amado. Por las noches, intentaba conectar con ella, compartir las minucias de su día, sus pensamientos, pero Carolina, agotada por su trabajo y sumida en una depresión que medicaba para poder funcionar, se dormía pronto, arrullada por las pastillas, roncando suavemente, ajena a la soledad que crecía junto a ella en la cama.

Las mañanas se convirtieron en una carrera contrarreloj. Un “buenos días” rápido, seguido del sonido de la puerta del closet abriéndose para liberar un nuevo torrente de caos sobre el suelo ordenado que Esteban había limpiado la noche anterior. Sus finanzas, antes controladas con precisión suiza, se vieron absorbidas por los gastos de “la gran casa”, sacrificando su capacidad de ahorro en el altar de una vida compartida que sentía cada vez menos suya.

Lo peor fue la intimidad, o la falta de ella. Lo que antes era un juego de miradas, toques casuales y noches de pasión espontánea, se convirtió en un calendario de excusas y postergaciones. “Estoy cansada”, “No es el momento”, “Tal vez mañana”. El deseo de Esteban se transformó en una espera ansiosa, luego en frustración, y finalmente en un silencio resentido. Se sentía atrapado en una cárcel de su propia construcción. Tenía a la mujer que quería, durmiendo a su lado, y sin embargo, la extrañaba terriblemente. La echaba de menos mientras yacía junto a su cuerpo. La monotonía era el carcelero, matándolo poco a poco, día a día, con la tenacidad implacable de lo cotidiano.

Carolina, por su parte, se sentía plena. La seguridad del matrimonio era el edredón que siempre había anhelado. No percibía la profundidad del descontento de Esteban. Veía sus quejas sobre el orden como un pequeño fastidio, no como el grito de auxilio que era. Estaba tan cómoda en su nueva estabilidad que era incapaz de ver que su esposo se estaba ahogando en ella.

Esteban empezó a escapar. Primero fueron las cervezas con amigos después del trabajo, luego llegar un poco más tarde, ignorar las llamadas, apagar el teléfono. Cada minuto fuera de casa era una bocanada de aire en un pulmón que sentía constantemente comprimido. Y fue en una de esas escapadas, en un bar con una antigua amiga que lo miraba con los ojos con los que él solía mirar a Carolina, donde cayó. La aventura fue breve, física, pero emocionalmente devastadora. No fue tanto por la pasión, sino por la sensación de ser visto, de ser deseado, de sentirse vivo otra vez, aunque fuera una vida falsa, prestada.

La culpa, sin embargo, fue un veneno más corrosivo que la rutina. Al regresar a casa, cada sonrisa de Carolina le parecía un reproche. Cada gesto de cariño, una losa. Las excusas se volvieron más elaboradas, las peleas más frecuentes y punzantes. En la intimidad de su mente, una pregunta resonaba como un tambor: “¿En qué momento dejé mi vida ideal para venir a vivir este infierno que me consume día a día?”.

Una noche, después de una discusión particularmente amarga sobre algo trivial—un plato sin lavar, un calcetín fuera de lugar—el silencio que siguió fue más elocuente que todas las palabras pronunciadas. Esteban miraba por la ventana del living de “la gran casa”. Afuera, la ciudad brillaba, un tapiz de luces titilantes: vidas que se vivían, amores que florecían, caos y orden coexistiendo en un ballet infinito. Esas eran las luces a las que él sentía que pertenecía. No a esta oscuridad interior, a esta prisión de rutina y resentimiento.

Carolina lo observaba desde el sofá, y por primera vez, vio más allá de su propio bienestar. Vio la espalda rígida de Esteban, la forma en que sus hombros se encorvaban bajo un peso invisible. Vio, de verdad, el vacío que había entre ellos, un océano de silencio y expectativas rotas.

—Esteban —dijo suavemente, y su voz sonó extrañamente pequeña en la habitación grande.

Él se volvió, y en sus ojos ella no vio enfado, sino una tristeza tan profunda que le quitó el aliento.

—No sé quiénes somos ya —confesó él, y fue la verdad más honesta que había pronunciado en meses.

Fue entonces cuando comprendieron la enseñanza más brutal y necesaria.


No hubo un gran drama, ni una escena de reconciliación apasionada. La verdad que salió a la luz aquella noche fue demasiado pesada para eso. Esteban confesó su infidelidad, no para herir, sino porque ya no podía cargar con la mentira. Carolina no gritó; lloró en silencio, un llanto de desilusión no solo con él, sino con la ilusión que ambos habían construido.

Decidieron separarse. No por odio, sino por piedad, por la piedad que se deben dos personas que, en su deseo de no estar solas, terminaron construyendo una soledad a cuatro manos.

La enseñanza no fue sobre la infidelidad, sino sobre todo lo que la precedió. Comprendieron que se habían enamorado de la idea que tenían el uno del otro, no de la persona real con sus hábitos arraigados, sus cicatrices y sus mecanismos de supervivencia. Habían subestimado la cotidianidad, creyendo que el amor que florecía en las citas y los fines de semana podría sobrevivir intacto al diluvio de los días grises, las facturas por pagar y los armarios desordenados.

Aprendieron que el amor no es un destino al que se llega con un contrato de matrimonio, sino un verbo, una acción que debe ejercerse todos los días, incluso cuando no apetece, especialmente cuando no apetece. Que la “persona perfecta” no existe, y que buscar a alguien que encaje perfectamente en tu vida es un error; la verdadera tarea es construir una vida juntos donde ambos tengan espacio para ser quienes son, sin tener que apagar sus esencias.

Esteban comprendió que su necesidad de orden era, en el fondo, un miedo al caos de la vida real, y que al elegir a Carolina, había elegido el caos sin estar preparado para abrazarlo. Carolina entendió que su búsqueda de seguridad la había cegado ante las necesidades emocionales de su pareja, que un hogar no se construye solo con paredes y un contrato, sino con comunicación y atención constante.

No se reconciliaron. A veces, el amor no es suficiente para salvar una relación, pero puede ser suficiente para salvarte a ti mismo de repetir los mismos errores. Esteban volvió a su departamento ordenado, pero llevaba consigo la lección de que la vida es inherentemente desordenada. Carolina se quedó en su casa llena de recuerdos, pero con la determinación de no volver a usar una relación como un edredón para tapar sus propias inseguridades.

La enseñanza final fue de una profundidad dolorosa: antes de decidir compartir tu vida con alguien, mira más allá del brillo del enamoramiento. Observa sus hábitos, sus desórdenes, sus sombras. Pregúntate no solo si amas a esa persona, sino si puedes vivir con la versión más real, menos glamorosa, de ella día tras día. Porque el matrimonio, la convivencia, no se trata de encontrar a alguien con quien escapar de la monotonía, sino de encontrar a alguien con quien valga la pena vivirla, y en el mejor de los casos, transformarla en algo hermoso y compartido. La luz no está al final del túnel, sino en aprender a encender una pequeña llama en la oscuridad de lo cotidiano, juntos. Y ellos no habían aprendido a encenderla a tiempo.


Guido Berly

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