LAS ALAS QUE CRECEN EN LA OSCURIDAD
Hoy mi despertar fue distinto. No fue el forcejeo habitual contra la almohada, ni la pesadez de un cuerpo que arrastra un alma cansada. Hoy, al abrir los ojos, una luz tenue y olvidada se filtró a través de las grietas de mi ser. Era una chispa, minúscula y titilante, como la última brasa de un fuego que creí extinguido hacía una eternidad. En el pecho, donde durante años había anidado una roca fría e inerte, algo palpitó débilmente. La paradoja era cruel y hermosa a la vez: hoy cumplía cuarenta años. Cuatro décadas que, al mirar atrás, parecen un suspiro largo y a menudo ahogado.
Mi vida, esta vida que hoy despierta con un atisbo de esperanza, comenzó a tejerse con los hilos ingenuos de la adolescencia. A los dieciocho años, con el corazón como una bandera desplegada al viento, me casé. Ahora, cuando miro a mis hijos, me doy cuenta de que era apenas una niña, con sueños de mujer. Pero él era mi mundo, mi puerto seguro, mi cuento de hadas con final garantizado. Todo era fervor y promesas. Nuestro primer hijo llegó antes de cumplir los diecinueve, y el segundo un año después. Mi universo se redujo —o así lo creía entonces— a la dimensión más perfecta: mi hogar, mis hijos, él. Me dediqué en cuerpo y alma a esa trinidad, siempre dispuesta, siempre complaciente. Él era el sol alrededor del cual giraba mi sistema planetario. Me prohibió trabajar, diciendo que su mundo era nuestro mundo. Y yo, encantada, creí que ese jardín vallado era el paraíso.
Compramos una casa, pintamos las paredes de ilusiones, y durante un tiempo, todo fue fragante y luminoso. A los treinta y dos años, llegó nuestro tercer hijo. Y entonces, como si el universo hubiera girado sobre un eje maldito, todo comenzó a resquebrajarse.
El hombre amable, atento y amoroso que conocía empezó a desdibujarse, y en su lugar emergió un extraño de mirada distante y palabras afiladas. Sus frases ya no eran caricias, sino cuchillas que, con una precisión devastadora, iban desgarrando el tejido fino de mi alma. La hora de su llegada a casa, que antes era el momento que iluminaba mi día, se transformó en una sombra larga y opresiva. Mi cuerpo se adelantaba a la tragedia; mi estómago se revolvía, una tensión dolorosa anudaba mis hombros. Somatizaba el dolor del alma en un calvario físico, un peso constante que me obligaba a arrastrarme por los días. Hacía un esfuerzo sobrehumano para que mis hijos no percibieran el desmoronamiento. Sonreía mientras servía la cena, con la garganta cerrada por un llanto que no me permitía soltar. La normalidad era una farsa cuidadosamente orquestada, y yo su directora exhausta.
Con el tiempo, la farsa perdió incluso para él su utilidad. Dejó de ocultar sus aventuras. Su teléfono, una vez un objeto inocuo, se convirtió en el altar donde sacrificaba mi dignidad. Contestaba mensajes de otras mujeres frente a mí, con una sonrisa cínica que me traspasaba. Eso me consumía por dentro, un fuego lento y silencioso que calcinaba mis entrañas. Pero no gritaba. No armaba escándalos. Por mis hijos, me controlaba, tragando el veneno de la humillación hasta que me sabía a metal en la boca.
Lo peor, sin embargo, era la noche. Me obligaba a satisfacer sus necesidades en nuestra cama, un espacio que había sido sagrado y que se convirtió en un lecho de tortura. Muchas veces, el peso de su cuerpo me despertaba cuando ya estaba encima, en la oscuridad más profunda. Un grito se ahogaba en mi garganta, sofocado por el pánico a que mis hijos se despertaran y escucharan, a tener que explicar lo inexplicable. Así que me paralizaba, y en la quietud de mi cuerpo yaciente, mi mente era la única que podía escapar. Volaba lejos, contaba las grietas en el techo que no veía, repetía la lista del supermercado, planeaba menús imaginarios... cualquier cosa para no estar allí, dentro de mi propia piel, mientras él usaba mi cuerpo. Solo esperaba, conteniendo la respiración, a que pasara pronto, a que el peso cesara y la oscuridad me devolviera, al menos, la soledad de mi lado de la cama. Yacía a su lado sintiendo que había perdido mi humanidad.
No era una persona, era un objeto, una cosa que se usaba para saciar un deseo y luego se dejaba abandonada en la oscuridad. Llegué a desarrollar tácticas desesperadas de supervivencia: me quedaba dormida en el living, agotada en el sofá, con la esperanza de que al verme allí me dejara en paz. O me iba a la cama con jeans y un suéter, una armadura de algodón ridícula e inútil que él, con una risa burlona o un gesto de fastidio, se encargaba de deshacer. Muchas noches, después de que él se dormía, me levantaba y me refugiaba en la ducha. Dejaba que el agua caliente corriera por mi piel, frotándome con jabón hasta enrojecer, intentando lavar no solo su tacto, sino la sensación de suciedad profunda que impregnaba mi ser. Lloraba en silencio, el sonido del agua ahogando mis sollozos, sintiendo que ni todos los océanos podrían limpiar la amargura que él dejaba impregnada en mí. Fueron años de una prisión sin barrotes visibles, donde la celadora era mi propia dependencia y el carcelero, el hombre que una vez juró amarme.
Hasta que un día, inesperadamente, anunció un cambio. “Vendamos la casa”, dijo. “Nos mudaremos a un lugar tranquilo, empezaremos de nuevo.” Una parte de mí, la última esquina donde residía la esperanza, se estremeció. Asentí. ¿Qué podía ser peor que aquel infierno? Vendimos nuestro hogar, el nido de todos nuestros sueños. Mientras, nos mudamos a un departamento de alquiler, a la espera de que comprara el terreno para nuestra nueva vida. Pero el dinero de la venta se esfumó como humo entre sus dedos. Deudas, gastos inexplicables… y nuestra situación, lejos de mejorar, se precipitó al abismo.
Ya no pude más. La roca en mi pecho se quebró y de su interior salió una voz que no reconocí, firme y desgarrada: “Tienes que irte.” Él, con una frialdad que me heló la sangre, tomó sus cosas y cerró la puerta tras de sí sin mirar atrás. El sonido de esa puerta cerrándose fue el eco de veinte años de vida que se desmoronaban.
Una semana después, vino a buscar a los niños. Y lo hizo acompañado. Ella estaba allí, riendo, con una naturalidad que me apuñaló. Él también reía, con una liviandad que nunca tuvo para mí en sus últimos años. Mientras yo preparaba a mis hijos, con las manos temblorosas, sentía sus risas como una burla en mi nuca. Cuando, con la voz quebrada, le pedí dinero para los niños, no solo se negó, sino que orquestó mi desalojo. Le pidió a la dueña del departamento que me exigiera el fin del contrato, pues estaba a su nombre. Me quedé sin techo, sin dinero, con mi hijo pequeño en brazos y un dolor tan vasto que no cabía en mi cuerpo.
Fueron días de una oscuridad absoluta. Las noches eran interminables, acribilladas por el pánico y la incertidumbre. Pero en la desesperación, surgió una mano tendida: una amiga me brindó su apoyo, su fuerza. Con su ayuda, logré alquilar un pequeño departamento en un buen sector. Hice lo imposible por mantenerlo: vendí dulces, empanadas, lo que fuera. Me consumía en el intento, hasta que la sensatez, esa cruel y necesaria compañera, me hizo ver la verdad: no podía seguir costeando una vida que ya no era mía.
Mi madre me tendió el último salvavidas: su antiguo departamento, el mismo donde crecí, en un sector humilde y modesto, pero que representaba un refugio sin deudas. Fue una rendición dolorosa, un paso atrás forzado, pero un paso hacia la supervivencia. Mis hijos mayores, en un giro del destino que me partió el alma, decidieron irse a vivir con su padre. Y yo me quedé con mi hijo pequeño, de ocho años, el sol que ilumina mis días más grises. Ahora, él usa a mi hijo como un arma, amenazando con quitármelo porque, dice, que puede probar que no tengo las condiciones económicas para tenerlo. Mi hijo es mi vida, mi razón para levantarme cada mañana y luchar por un mañana mejor.
Viví veinte años a su sombra y llevo dos sobreviviendo sola, aprendiendo a caminar en un mundo para el que nunca me prepararon. Sé que no soy la única. Somos legiones de mujeres a las que nos cortaron las alas, nos enjaularon en prisines con barrotes de oro y luego, sin aviso, nos soltaron en la inmensidad de un bosque hostil, esperando que supiéramos volar. No es justo. No lo es. Pretender que alcemos el vuelo cuando se han encargado de mutilar nuestras plumas en la mayor de las crueldades.
Pero la naturaleza, al final, es sabia. Y con el tiempo, con la paciencia dolorosa de los procesos naturales, nuevas alas comienzan a crecer. Plumas frágiles al principio, temblorosas, pero auténticas. Propias.
Y hoy, hoy desperté feliz. Porque esa chispa en el alma, esa brasa que cuidé sin saberlo en lo más profundo de mi ser, ha encontrado oxígeno. He conocido a alguien. Alguien cuya simple mirada desordena el ritmo de mis latidos, que hace que el corazón, esa roca fría, recuerde que una vez fue carne palpitante. Una sonrisa suya me devuelve un eco de aquella jovencita de dieciocho años que creía en el amor con una fe ciega.
Y ahí reside la amargura final, la ironía más dolorosa de todas: no puedo apartar de mi mente el parecido de este sentimiento con lo que sentí la primera vez, en los días inocentes de mi adolescencia. Y no puedo dejar de notar, con un escalofrío que me recorre la espalda, que este nuevo sol se parece tanto a él… a cuando me amaba. Es como si la vida me presentara la misma tentación, envuelta en un papel diferente, preguntándome si, a pesar de todo, soy capaz de confiar de nuevo, de volver a volar, sabiendo que las caídas pueden ser desde aún más alto. Pero esta vez, me prometo a mí misma, no volaré hacia el sol de nadie. Si alzo el vuelo, será hacia mi propio horizonte. Y si alguien elige acompañarme, que sea volando a mi lado, nunca como mi única razón para mantenerme en el aire.
Guido Berly



Que difícil se hace reconstruirse entre los restos del ayer.La desconfianza se sentó a su lado ,pero ella muy inteligentemente , pensó en alzar el vuelo hacia su propio horizonte y no hacia el sol de nadie .Como tantas mujeres valientes que han pasado por esta amarga experiencia .un relato muy humano y triste en nuestra sociedad .
ResponderEliminarHola berly, en esta historia muchas mujeres nos podemos ver reflejadas.
ResponderEliminarCon la inocencia de los años pensamos que será para siempre pero la vida nos da sorpresas.
Linda historia.
Una historia muy real ..
ResponderEliminarEs real....y claro muchas mujeres vivimos situaciones parecidas. equivocadamente pensando por el bien de los hijos ...pero creo que hoy en dia las cosas han cambiado ...las mujeres sacan la voz ...y somos capaces de salir adelante ...de quebrar nuestras alas ..nuestras prisiones y volar muy alto... y tarde alomejor ...pero logramos la felicidad..
He leído muchas de tus historias y son bastante buenas, el echo de no haberme desbloqueado. Me dio la oportunidad de leer tus historias y son realmente conectadas desde el alma, felizmente sorprendida, la historia que quiero leer no la encuentro, pero sigo buscando, felicidades
ResponderEliminarHola Berly, tu escrito es la historia de muchas mujeres que viven en un sueño perfecto, que luego, se trasforma en una cárcel muy cruel. Es difícil salir adelante solas, después de depender de un hombre por años ,por eso hay que ser valiente y extender las alas y alzar el vuelo y enfrentarse a su nueva realidad .
ResponderEliminarEs la realidad de muchas mujeres,tener que sacrificar sus capacidades profesionales ,permitir ser vulneradas físicamente y al final ,ese hombre se vá,, te abandona y no bastando con eso ,te manipula y pone en tu contra a tus hijos, cuánta realidad en ésta historia...Dios te siga iluminando Guido berly 🙏
ResponderEliminarAy Dios mio si paresia que estava leyendo mi propia historia solo con menos años ya que solo tenia 15 años lloré toda la historia pero me miró y me veo tan batiente porque saque a mis hijos adelante solita ...gracias berly porque me he dado cuenta que soy fuerte y valiente aunque he decidido quedarme solita con la sensación de que alguna vez me enamoré y fui feliz. Es una historia que así como esa persona de la historia y como yo ay muchas más yo les recomiendo que lo lean porque es sanador amenos para mi lo fue. Gracias Gido berly
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