LA OPORTUNIDAD
El aire fresco se respiraba con el aroma a tierra mojada después de la intensa lluvia de la mañana. Las farolas del parque pintaban de oro los charcos, y en ese silencio húmedo y sereno, te encontré.
No fue casualidad. Mi corazón, como un peregrino obstinado, había trazado el mapa hasta ella. Había caminado días enteros en silencio, preparando una sola frase, la que debía contener todas las verdades que me pesaban en el pecho.
Respiré hondo. Sentí el frío del banco de piedra filtrarse por el abrigo, recordándome que el cuerpo también tiembla cuando el alma se decide a hablar.
Ella estaba a mi lado, mirando el horizonte nebuloso, y en su silencio había un universo de dudas, una historia escrita entre los gestos que aún no se atrevía a pronunciar.
—Tengo que decirte algo —empecé, y mi voz sonó como un susurro robado a la noche—. Pero no quiero que sea solo ruido. Quiero que sea una promesa.
Ella giró lentamente. Sus ojos, esos dos océanos donde yo ya me había perdido más veces de las que podría admitir, se clavaron en los míos.
No dijo nada, pero su mirada era una pregunta abierta: ¿qué tienes que perder?
Hay algo profundamente injusto —pensé mientras el silencio se hacía espeso— en el papel que la vida nos asigna a los hombres cuando el corazón se atreve.
Desde niños nos enseñan que debemos ser fuertes, que no debemos temblar, que el miedo es una debilidad que se esconde, no que se enfrenta. Nos dicen que amar es conquistar, no ofrecer. Que la iniciativa es nuestra, pero el juicio también.
Nos ponen la espada y el peso de la vergüenza si fallamos.
Y así crecemos: con la sensación de que confesar lo que sentimos es arriesgar la dignidad, de que el amor, si no es correspondido, nos hace menos hombres.
Mientras tanto, el mundo les da a ellas el derecho de esperar, de recibir o rechazar, de decidir sin exponerse al temblor del que se lanza al vacío.
Pero nadie enseña que nosotros también necesitamos ser vistos, también queremos ser elegidos, también sangramos por dentro cuando el silencio responde en lugar de una palabra.
Por eso estaba allí, frente a ti, no como un valiente sino como un hombre libre por primera vez.
—No te pido que creas en mí —dije al fin—.
No te pido que apuestes tu felicidad a lo desconocido. Solo te pido una oportunidad. Una simple, humilde oportunidad para demostrarte que lo que siento no es un fuego artificial, efímero y ruidoso, sino el calor tibio y constante del sol sobre la piel.
Una brisa suave movió su cabello, y en ese instante, todo pareció detenerse.
Su respiración era el único sonido que reconocía el universo.
—Porque sé, con una certeza que me nace de las entrañas —continué—, que eres tú. La correcta. La que hace que mis días tengan sentido, la que convierte lo ordinario en extraordinario. Y esta verdad no es una carga, es mi liberación.
Y entonces lo entendí: no importaba cuál fuera la respuesta.
Lo importante era haber hablado.
Decirlo me despojaba de años de mandato silencioso, de esas voces invisibles que te dicen “calla, espera, no sientas”.
Hablarle era un acto de reconciliación conmigo mismo.
Era mi manera de decirle al niño que fui que amar no es debilidad, sino coraje. Que pedir una oportunidad no es mendigar, sino ofrecer lo más puro que uno tiene: la verdad.
—Dame la oportunidad de amarte no con palabras grandilocuentes —susurré—, sino con los detalles silenciosos. Con el café por las mañanas, con la mano que sostiene la tuya en los momentos fríos, con la complicidad de una risa compartida.
Dame la oportunidad de demostrarte que juntos no solo caminaremos… sino que volaremos.
Y fue entonces cuando lo sentí: una levedad infinita me invadió.
Ya no estaba atado al suelo por el miedo al rechazo, ni esclavo de esa imagen de fortaleza que nos exige el mundo.
Haberme declarado con la verdad como única bandera me había purificado.
Miré hacia el cielo, hacia las nubes que se abrían paso dejando ver jirones de estrellas, y una sonrisa se dibujó en mis labios.
Por primera vez, no me dolía esperar.
Porque había comprendido que el valor de amar no depende del resultado, sino del gesto.
Y ese gesto, ese salto sin red, me había devuelto algo que creía perdido: mi libertad.
—Pedirte esta oportunidad —pense, para mí— no me ha hecho pequeño. Al contrario, me ha elevado.
Me siento ligero, como esas nubes que navegan libres, bañadas por la luz de la luna.
Porque amar, cuando se ama a la persona correcta, no es un peso. Es la gracia misma. Es tocar el cielo con los dedos del alma.
Extendí mi mano, no para exigir, sino para ofrecer.
Un puente entre su orilla y la mía.
El aire olía otra vez a lluvia, pero esta vez era distinto: el aire también sabía a comienzo.
—No te pido que me des una respuesta ahora.
Solo te pido que me des la oportunidad de demostrarte que el amor, nuestro amor, puede ser tan vasto, tan tranquilo y tan poderoso como el cielo mismo.
Y allí, en el silencio de la noche, bajo la mirada de las estrellas, no supe si su respuesta sería sí o no.
Pero ya había ganado.
Porque al tener el valor de pedirte una oportunidad para amarte, mi alma había aprendido a volar.
Y en ese vuelo —sin promesas ni certezas— comprendí que amar no siempre significa ser correspondido…
A veces, amar significa liberarse del miedo que nos impide vivir.
Guido Berly
Que buena reflexion....asi es ..el hombre tambien es un ser sensible ....y la liberacion que sentimos cuando nos expresamos ...por que callar ...por que no dejarnos llevar por nuestras emociones
ResponderEliminarAl leer este relato ,se siente que el miedo se suaviza ,que la incertidumbre puede ser una puerta abierta para un corazón valiente que se atreve a ser auténtico ,a decir la verdad aun sabiendo que pude ser herido .Este relato es hermoso me derrite el corazón.
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