ROSA Y EL ESPEJO DE LA PANTALLA

 


A veces olvidamos que las palabras que lanzamos al aire pueden tener eco en lugares que no vemos.

Que un gesto inocente, un video grabado entre risas o una historia contada desde la ficción, puede llegar a un corazón que lleva demasiado tiempo buscando un motivo para latir.

Las redes sociales son un escenario donde todos actuamos: algunos para entretener, otros para enseñar, otros para curarse un poco. Pero detrás de cada pantalla hay una vida real, con cicatrices, con anhelos, con fragilidades que el algoritmo no distingue.

Esta historia no nace de la intención de señalar ni de juzgar, sino de entender lo que ocurre cuando la soledad encuentra un reflejo.

Cuando el deseo de sentirse visto se confunde con la ilusión del amor.

Y cuando un creador descubre que, sin proponérselo, puede tocar fibras que no estaba preparado para sostener.

“Rosa y el Espejo de la Pantalla” es una historia verdadera.

Pero más que eso, es un espejo de nuestro tiempo: un recordatorio de que incluso en el universo digital, seguimos siendo profundamente humanos.



Hay personas que llegan sin tocar la puerta. No caminan, no hablan, no respiran a tu lado, pero de pronto están ahí —en la bandeja de entrada, en un comentario, en una frase que parece flotar más allá del algoritmo—.

Rosa apareció así, una tarde cualquiera, cuando el sol desaparecía en el horizonte.


Su primer correo tenía el temblor de lo que se escribe con el alma en carne viva.

Decía: “Hola, mi querido personaje favorito... soy Rosa. Tal vez tu pesadilla número uno, o tal vez no, eso lo sabes tú.”

Y a partir de ahí, la realidad comenzó a desenfocarse.


Rosa me contaba que hacía más de veinte años vivía en la oscuridad. Que el amor la había herido de una forma tan profunda que nada volvió a tener color. Hasta que, un día sin buscarlo, se cruzó con uno de mis videos en TikTok.

No era un video distinto de los demás: una historia, una reflexión, un personaje. Pero para ella fue algo más. Fue —según sus palabras— el instante en que volvió a sentir el sol.


Decía que mi voz la había sacado de las sombras. Que mis gestos le devolvieron el pulso. Que había vuelto a enamorarse… no del hombre, sino del personaje, del eco que habitaba tras el cristal del teléfono.

Y desde ese momento, sin darse cuenta, empezó a construir castillos en su imaginación: un mundo en el que yo vivía para ella, en el que cada palabra mía tenía un destinatario secreto.

“Me di cuenta —escribía— de que tenía sentimientos por una persona que solo había visto en TikTok.”


Leí su mensaje varias veces. No sabía si sentir ternura o tristeza. En cada línea se notaba una herida, una necesidad de creer que aún era posible el amor, aunque fuera inventado.

Y comprendí que, sin buscarlo, mi ficción había tocado algo demasiado real en alguien que no estaba preparada para distinguir entre las dos orillas.


El segundo correo llegó días después. Era aún más intenso, como si la esperanza hubiese encontrado una rendija por donde colarse.

“Con ese tema ‘Enamórate de mí’, hiciste un video hermoso —me dijo—. Esa frase la puse en mi correo anterior, y luego tú la usas en el video… señalas tu cuerpo, como diciendo ‘enamórate de mí’. Es demasiada coincidencia.”


Me pedía una confirmación.

Un sí o un no bastaba, decía, para saber si no estaba loca.

No podía imaginar que aquel video —grabado sin guion, como tantos otros— se convertiría, para ella, en una promesa.


Y entendí, con un pequeño estremecimiento, que el amor puede nacer incluso donde no hay rostro ni contacto; que las redes pueden volverse un espejo que devuelve lo que uno desea ver.


Le respondí con honestidad.

Le hablé del propósito de mis videos: entretener, inspirar, acompañar a quien se siente solo. Le dije que nunca habían sido un mensaje personal, que todo era parte de una interpretación, de un personaje.

Le recordé que nadie debe depositar su felicidad en otra persona, y que toda búsqueda de amor verdadero empieza por aprender a amarse a uno mismo.

Le hablé con respeto, con cuidado, con la esperanza de que comprendiera.


Pero a veces, la verdad hiere más que la mentira.


El tercer correo llegó como un portazo.

El asunto decía: Repudio tu comportamiento.

Y dentro, las palabras eran duras, llenas de rabia, de desilusión, de algo que rozaba el dolor existencial.


“Me destruiste, me escribió. Te reíste de mí. Si todas tus seguidoras supieran realmente cómo eres, no te quedaría una sola.”


Rosa me acusaba de haberla engañado, de haberla expuesto al ridículo de sentir algo que yo no podía devolver.

Decía que mi silencio, mis respuestas a otros, mis videos, eran mensajes velados para humillarla.

Que ya no podría volver a confiar en nadie.

Y al final, con una mezcla de tristeza y dignidad, decía que me había bloqueado, que cerraría su cuenta de TikTok, y que ya no volvería a saber de ella.


“No te deseo mal —escribió—, pero la justicia viene de Dios y del universo.”


Leí ese último correo en silencio.

No había rencor en mí, solo una especie de pena serena.

Porque entendí que Rosa no me odiaba a mí: odiaba la ilusión que había tenido que enterrar.

Odiaba descubrir que el amor que la salvó, también la devolvía al abismo.


Desde entonces, cada vez que enciendo la cámara, pienso en ella.

Pienso en cuántas personas hay del otro lado, solas frente a una pantalla, buscando un poco de compañía en un gesto, en una frase, en un rostro que sonríe sin conocerlas.

Pienso en cómo, a veces, un video de 30 segundos puede convertirse en una historia completa dentro de una mente que solo necesita un motivo para seguir creyendo.


Internet nos conecta, sí, pero también nos confunde.

Difumina la línea entre el personaje y la persona, entre lo que se dice para el público y lo que alguien escucha como una confesión privada.

Y en esa niebla, muchas almas vulnerables se enamoran de lo que proyectan, no de lo que existe.


No hay culpables en esta historia.

Solo una mujer que buscaba un refugio, y un hombre que quiso ofrecer un poco de luz sin imaginar que, en el reflejo, podría quemar.


A veces pienso que Rosa no era una seguidora: era un espejo.

Un recordatorio de que toda palabra dicha al aire puede llegar a alguien que no estaba listo para recibirla.

Que lo que para uno es un simple gesto, para otro puede ser la diferencia entre la esperanza y la caída.


Desde entonces, he aprendido a mirar con más cuidado.

A entender que en cada corazón puede haber una Rosa: alguien que necesita creer que del otro lado del vidrio, alguien la ve.

Y que la soledad, cuando se disfraza de amor, puede ser más peligrosa que el silencio.


No supe más de ella.

Quizás cumplió su promesa y se perdió entre millones de usuarios.

Pero en alguna parte, lo sé, sigue mirando una pantalla donde un hombre sonríe sin saber que, por un instante, fue su salvación.


Y yo, desde aquí, cada vez que subo un video, me pregunto en silencio:

¿A quién llegará esta vez mi voz?

¿A quién tocará sin querer?



La historia de Rosa me hizo comprender que vivimos en una era donde el contacto humano se mide en visualizaciones y corazones digitales, pero el alma sigue necesitando lo mismo de siempre: presencia, afecto y verdad.


El amor no nace en una pantalla; nace en los ojos, en la voz que tiembla, en el silencio compartido.

Pero cuando la vida nos arranca eso, buscamos calor donde podemos, incluso en un reflejo.


Por eso, cada palabra, cada video, cada gesto en este mundo virtual, lleva una responsabilidad invisible: la de no olvidar que, aunque el público es inmenso, las emociones siguen siendo de carne y hueso.


Guido Berly

Comentarios

  1. El mundo virtual tiene mucho poder , pero si lo miras fríamente ,lo puedes usar para transmutar las emociones .No se trata de apagar la luz , sino de aprender a mirar sin ceguera ,agradecer a la imagen que te cautivó compartir con ella ,quizás te pude aportar su sabiduría y lo que para mi es un lema dejar volar en libertad.

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