EL PRECIPICIO Y LA PISCINA SECA
Hay emociones que el corazón merece sentir, al menos una vez en la vida. Quien no las ha vivido en lo más profundo de su ser, difícilmente puede imaginar esa fuerza que lo trastoca todo. De repente, las rutinas más grises se bañan de una luz dorada. El pulso se acelera con solo recordar un nombre, y las horas pasan flotando en una burbuja de alegría serena. El aire se vuelve más reconfortante, las flores despliegan aromas que antes no existían, y el pasto adquiere un verde tan intenso que parece un milagro. Todo es hermoso cuando estás invadido por el amor, porque en realidad, estás invadido por una esperanza que lo colorea todo.
Yo construí un mundo entero sobre ese fulgor. Un mundo con cimientos de futuros imaginados y paredes de promesas susurradas. Te mirabas y creías ver el mismo reflejo en sus ojos. Era tan real, tan tangible… que saltar no parecía una temeridad, sino el acto más lógico del mundo.
Pero lo trágico llega cuando la grieta aparece. Cuando entiendes, con un golpe seco en el pecho, que lo que creías amor puro era solo el eco de tu propia voz rebotando en un vacío que no quisiste ver. Y entonces aparece el dolor. Ese dolor que no necesita de manos para partirte en dos. Un dolor silencioso que te derriba y, luego, pasa por encima de ti, restregándote contra el suelo como si fueras una mora madura destinada a manchar el pavimento, o un trapo viejo para el desecho. Es la otra cara de la moneda, sí, pero una moneda que nunca existió más que en tu bolsillo.
Y a ese dolor, le siguen las culpas. La sensación de una estupidez monumental que te quita el aliento. ¿Cómo no me di cuenta? ¿Cómo pude ser tan ingenuo? Te lanzaste a la piscina desde el trampolín más alto, con un arrojo que te parecía épico, sin verificar siquiera si había agua. La decisión de saltar fue tuya, es cierto. Pero miro hacia atrás y te veo allí, de pie junto a la piscina seca. No solo no me avisaste… me alentaste a saltar. Me gritabas que confiara, que el agua estaría perfecta. Quizá por satisfacer tu ego, por disfrutar, aunque sea un instante, de la devoción ciega que despertabas. Quizá por el simple y cruel placer de ver volar a alguien que sabías que iba a estrellarse.
No lo entiendo. No comprendo ese afán de desordenar mundos ajenos. ¿Qué gana alguien con romper a una persona que, en su mundo simple, era feliz? ¿Qué victoria hay en ser el arquitecto de un naufragio ajeno?
Sí, soy culpable. Culpable por haberme enamorado, por haber creído en los mapas de estrellas que dibujabas con tus palabras. Pero tú eres más culpable aún. Por haberme alentado a caminar con los ojos vendados, sabiendo que me dirigía directo al precipicio. Por ser el testigo cómplice de mi propia ceguera.
Caí. Las costillas del alma se me quebraron con el impacto y el eco del golpe aún resuena en mis silencios. Es verdad. Pero aquí estoy, escribiendo estas palabras. Soy un sobreviviente. Las cicatrices me acompañarán toda la vida, no como estigmas de una derrota, sino como testimonios mudos de la caída. Son lecciones grabadas en la piel. Y cuando me pregunten por qué soy así, por qué prefiero la soledad serena a la compañía incierta, la respuesta estará ahí: Quien cae desde un precipicio una vez, hace todo lo que está a su alcance para asegurarse de que no volverá a suceder. No por miedo a vivir, sino por respeto a su propia integridad.
Lo vivido dolió. Vaya que sí dolió. Fue un terremoto que arrasó con el paisaje idílico que había construido. Pero en medio de los escombros, encontré los cimientos de quien soy realmente. Y, aunque suene a cliché gastado, lo reafirmo con la convicción del que ha tocado fondo: es mejor haber amado y perdido, que jamás haber amado. Porque ese amor, aunque falso, me mostró la intensidad de la luz que puedo albergar dentro de mí. Y esa es una lección que ningún dolor puede arrebatarme.
Guido Berly
Comentarios
Publicar un comentario