EL ARQUITECTO DE ESPEJISMOS.
Me había convertido en un arquitecto silencioso, moldeando un mundo que creí hecho para dos. Pero durante tanto tiempo, sin darme cuenta, ya vivía solo. Sobre tus hombros —inertes y ajenos— cargué el peso de mis propias tormentas: cada madrugada en vela, cada suspiro ahogado, cada anhelo de tenerte a mi lado. Y te señalé a ti como la causa: como si tu sola presencia (o tu ausencia) definiera el amanecer o la noche. En mi mente, eras la guardiana de la felicidad que yo creía que me negabas, la razón única de mi vacío.
Pero hoy, en un acto de sincera lucidez, el espejo se ha quebrado. Y por fin veo lo que estaba detrás del reflejo: no eras tú quien me mantenía preso. Era yo. Era mi obsesión, mi insistencia, mi construcción. Comprendo que fuiste solo un espejismo en mi desierto —una invitada de honor en el mundo de mis sueños— que con devoción de arquitecto ciego edifiqué para dos, cuando en realidad sólo uno habitaba.
Y aquí yace mi mayor error, la verdad que nunca quise ver: siempre fui yo, el que levantó muros con ladrillos de expectativas, el que diseñó vitrales para ver tu imagen reflejada, el que creyó que el amor era sinónimo de cercanía, de presencia constante, de posesión. Yo, el poeta obsesivo, el constructor incansable. Nunca me detuve ni un momento a preguntarte si tú te sentirías feliz en mi mundo de paredes perfectas y paisajes ideales. Nunca consideré si, para ti, mi creación era un hogar… o acaso una hermosa jaula de cristal.
¿Serías feliz allí? ¿O acaso serías un ave de alas vastas, destinada a cielos abiertos, que yo solo quería atrapar para admirar su belleza desde la comodidad de mi prisión dorada? Construí cada barrote con las mejores intenciones, forjando la cerradura con el miedo a perderte, sin darme cuenta de que el amor verdadero no encierra, sino que libera.
Ese reino —donde solo yo habitaba— era una celda disfrazada de palacio. Las alfombras estaban tendidas, las lámparas encendidas, los cuartos listos para compartir. Y tú… tú, en tu sabiduría instintiva, nunca recibiste la llave. Porque tu alma, tan grande y tan libre, siempre supo que algunas puertas no deben abrirse. Para no quedar atrapada en el sueño de otro.
Entonces el silencio comenzó a pesar. Tu risa —cuando aún se alzaba— sonaba incómoda entre los arcos de mi edificación imaginaria. Tus miradas, suaves pero distantes, coincidían con los huecos que no había rellenado: espacio, libertad, decisión propia. Y esas rendijas me hicieron temblar, porque entendí que aquello que yo creía permanente era frágil. Que lo que yo consideraba tu deber de amarme era tu elección de estar… o irte.
Y aunque nunca te poseí, aunque nunca me perteneciste, y quizá nunca notaste siquiera que yo existía, hoy me dejaste la lección más pura: la de que nunca debes querer poseer a alguien, sino mostrar la opción de que te elija. A aprender a ver a la otra persona como realmente es, y no ver lo que queremos proyectar en ella idealizándola a nuestra imagen de lo que queremos que sea.
Entonces el espejo del “nosotros” se hizo añicos. Y al ver mis fragmentos en el suelo, pude levantarme y contemplar la ruina que había sido mi ilusión. Vi mi rostro cansado, mis manos vacías, mi mundo impecable… sin ti. Y comprendí, con dolor y con alivio, que prefiero tu partida a tu presencia en una celda, que prefiero que vueles a que te quedes aquí por inercia.
Hoy dejo de ser el arquitecto de mis propias quimeras. Reconozco que el hombre que levantó muros también fue el que se negó a mirar por ellos. Reconozco que la soledad que sentí no nació de tu ausencia, sino de mi imposición. Que el vacío que me atemorizaba no era propiedad tuya, sino sombra de mi ego y mi miedo. Y ahora, al abrir la puerta que construí para ti —esa que nunca diste el paso para cruzar—, la dejo abierta. No para que entres de nuevo si no lo deseas, sino para que puedas elegir sin sentir cadenas… o para que te marches sin culpa.
Y aunque te pierda, no te “pierdo”. Porque te encontraré en la certeza de que mereces más que un reflejo perfecto; mereces vida plena. Y yo… merezco conocer un amor que no sea jaula y otro que no se sienta hecho para retener, sino para liberar.
Y a ti, a pesar de que quizá nunca sepas que yo existo… te agradezco. Te agradezco por abrirme los ojos. Por convertirme en un hombre más consciente, por enseñarme que amar también es respetar la libertad y la esencia de otro. Aunque nunca estuvimos jamás lado a lado, aunque ese mundo que construí solo existía en mi mente, tú fuiste la chispa que derrumbó el castillo de espejismos.
Y en la ruina de ese palacio, en el silencio de esas paredes vacías, nace otra posibilidad: la de amar sin miedo, amar sin cadenas, amar sabiendo que el milagro más grande no es tener, sino dejar ser.
Guido Berly
Comentarios
Publicar un comentario