DONDE EL AMOR TERMINA Y COMIENZA LA VERDAD


Siempre creí entender el amor como un acto de valentía.

Me gustaba pensar que quien ama se atreve, que quien se lanza demuestra coraje, que quien confiesa lo que siente se eleva por encima del miedo.

Pero no fue hasta que conocí a Ana María que comprendí la verdadera naturaleza del salto: no es heroísmo, es fe.

Una fe ciega, casi religiosa. Una rendición total al misterio del otro.


Ella no era una mujer común. No porque destacara entre la multitud, sino porque parecía ajena a ella. Su forma de mirar el mundo tenía algo de eternidad. Había en su voz una mezcla de serenidad y melancolía, como si hubiese amado muchas veces, y cada amor la hubiese dejado un poco más sabia, un poco más distante.

Y sus manos... sus manos eran la imagen misma de la calma. No eran manos que tomaban, sino que esperaban. Siempre abiertas, siempre listas, como si el universo entero pudiera descansar en ellas.


Yo, en cambio, había pasado la vida caminando sobre el suelo firme de la razón.

Nunca saltaba si no veía el fondo.

Nunca confesaba si no intuía una respuesta.

Nunca amaba sin la certeza del retorno.

Hasta que ella apareció, y con una simple sonrisa me mostró que el control no era fortaleza, sino miedo disfrazado de prudencia.



El día que decidí saltar no hubo anuncio, ni preámbulo. Fue un impulso, un acto de pura rendición.

Estábamos en el mirador del San Cristobal, ese lugar suspendido sobre la ciudad, donde el viento canta canciones de caída libre.

Yo le hablaba de mis miedos: de mis fracasos, de la vergüenza de haberme sentido siempre insuficiente, de la soledad disfrazada de independencia que cargaba como medalla.

Mientras hablaba, sentí que el suelo bajo mis pies se resquebrajaba.

Y entendí que la única forma de no caer era dejarse caer.


—Ana María —le dije, con el alma temblando—, no quiero esconder más lo que siento. Me cansé de caminar con miedo a perderte. Si te vas, que sea sabiendo que te amé sin reservas.


Ella me miró, y el mundo se volvió silencio.


Cerré los ojos y salté.

No fue un salto físico, sino emocional: solté las defensas, las máscaras, los argumentos.

Me lancé al vacío que existía entre su corazón y el mío.


Y ella estuvo allí.

Sus manos no se apresuraron. No intentaron sostenerme con desesperación.

Simplemente estaban. Abiertas. Receptivas. Eternas.

Y yo caí en ellas.

No fue un golpe. Fue una llegada.

Sus brazos se convirtieron en tierra nueva, y por primera vez en mi vida supe lo que era ser recibido.


Aquel salto me cambió.

El amor, por primera vez, dejó de ser una conquista y se convirtió en un hogar.

Sentí que por fin había encontrado la certeza que toda alma busca: alguien que no huye cuando te ve desnudo de todo orgullo.



Pero la vida tiene su propia manera de recordarnos que el amor no es un destino, sino un proceso.

Y el vacío, ese abismo simbólico que había aprendido a cruzar, volvió a presentarse años después.

Solo que esta vez no era el vacío del amor, sino el del fracaso.


Mi empresa, esa estructura de certezas que había construido durante media vida, empezó a derrumbarse.

De un día para otro, los balances se tiñeron de rojo, las llamadas dejaron de sonar, los socios desaparecieron, y con ellos mi seguridad, mi propósito, mi autoestima.

Fue entonces cuando recordé sus manos.

Creí que, como aquella vez, estarían ahí.

Que bastaría con caer, con confesar, con soltarme…

Y que ella, como siempre, sabría recibirme.


—Estoy perdiéndolo todo —le dije una noche—. No sé qué hacer. Tengo miedo, Ana María.

Ella guardó silencio. Sus ojos ya no eran faros, sino espejos en los que se reflejaba su propio temor.

Tenía miedo también. Miedo de mi ruina, de lo que significaba quedarse conmigo cuando todo se venía abajo.


Y entonces, salté.

Cerré los ojos, esperando sentir otra vez la suavidad de sus manos bajo mi caída.


Pero esta vez el aire silbó distinto.

Y comprendí, demasiado tarde, que sus manos estaban ocupadas.

Sostenían sus propios miedos.

No fue traición. Fue humanidad.

Y el vacío, esta vez, no tuvo red.


Caí.

No sobre el suelo físico, sino sobre el recuerdo de lo que alguna vez me sostuvo.

El golpe no fue de cuerpo, sino de alma.

Y fue ahí donde comprendí algo que ninguna primera caída me había enseñado:

que amar no te exime del riesgo de romperte, que ningún salto asegura el rescate.


Pasaron los años. Las cicatrices se curaron con lentitud.

Ya no duele su ausencia, sino la ingenuidad con la que creí que amar era caer y ser salvado.

Ahora sé que amar también es sostenerse.

Que hay vacíos que deben enfrentarse con las propias manos.

Y que a veces, las manos que esperas no te esperan porque también están aprendiendo a sostenerse a sí mismas.


Hoy mi vida es otra.

Cerré los capítulos que me ataban a la ciudad: los negocios, los compromisos, la prisa.

Vendí lo que podía vender y dejé atrás lo que ya no necesitaba.

Ahora vivo en el campo, rodeado de silencio, de tierra viva, de un cielo que cada tarde se tiñe de fuego antes de oscurecer.

Vivo de forma austera, sin lujos, sin máscaras, sin la urgencia de demostrarle nada a nadie.

He aprendido que la paz no se conquista: se cultiva.


Cada amanecer, mientras tomo café mirando el horizonte, recuerdo a Ana María.

Ya no con dolor, sino con gratitud.

Ella fue la que me enseñó a saltar.

La caída, en cambio, me enseñó a aterrizar.

Y el campo —esta vida sencilla que ahora elijo— me ha enseñado que no todo amor debe salvarte; algunos solo vienen a despertarte.


Si algún día llega un nuevo amor, quiero que llegue así:

sin promesas ni grandilocuencias, sin miedo ni máscaras.

Que venga a compartir la calma de lo simple, no el ruido de las expectativas.

Que me encuentre como soy: sin adornos, sin defensas, sin pretender ni aparentar nada más que mi verdad.


Porque al final de todo, entendí que el amor no es saltar con los ojos vendados hacia el vacío.

Es mirar el abismo, reconocer su belleza y su peligro, y decidir si vale la pena saltar.

Y si se salta, hacerlo sabiendo que, pase lo que pase, tus propias manos estarán ahí para recibirte.



Guido Berly


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