AÚN SOBREVIVE LA VIDA FUERA DE LAS PANTALLAS



Mientras el sol se desplomaba detrás de los edificios, tiñendo su modesto departamento de naranjas y violetas, su mundo se reducía a la luz fría de su teléfono.
Ahí estaba ella. Valeria.

La había descubierto en un abismo de scroll infinito, un algoritmo compasivo que le mostró su sonrisa en un día particularmente gris. Era influencer, o algo así. Compartía fragmentos de una vida perfecta: playas de aguas turquesas, tazas de café fotogénicas, rutinas de yoga al amanecer. Pero Claudio no se enamoró de las playas ni del café. Se enamoró del destello de vulnerabilidad que a veces asomaba en sus ojos, de la manera en que se mordía el labio inferior cuando estaba pensativa, de la risa que sonaba genuina, como si, por un segundo, se hubiera olvidado de la cámara.

Claudio era el encargado de bodega de una empresa pequeña. Callado, cumplidor, siempre con la mirada baja. Llegaba a la hora, se retiraba puntual, hacía lo justo, hablaba lo necesario. Nadie sospechaba que, alguna vez, había sido distinto: alegre, sociable, lleno de ganas de vivir. Pero un desamor lo había quebrado por dentro. Perdió lo que tenía y, con ello, su confianza. Se replegó hacia lo más íntimo de su ser, refugiándose en la rutina, en el silencio, en la discreta compañía de las cosas.

Su pequeño departamento era su refugio. Allí, cada atardecer, encendía el teléfono y el mundo se encogía hasta caber en la pantalla. En ese espacio diminuto y brillante, Valeria parecía mirarlo a los ojos.

Comenzó a escribirle. Un comentario pensado durante veinte minutos. Un emoji en el lugar exacto. Poco a poco, su nombre se hizo familiar. Ella respondió, puso “me gusta”, incluso una vez lo mencionó:
“Claudio, siempre con esa perspicacia”.
Su corazón, ese músculo dormido, dio un vuelco.

Así empezó el amor detrás de la pantalla.
Una construcción meticulosa de afectos digitales.
Un “Buenos días, que tengas un día maravilloso”, al que ella a veces respondía con un “¡Igualmente, cielo!”.
Un “¿Todo bien? Te noto menos activa hoy”, que él creía único.
Sus conversaciones eran un manojo de palabras cuidadosamente elegidas, de audios que él escuchaba una y otra vez antes de dormir.

Valeria le contaba sus frustraciones y proyectos, y Claudio sentía que era el depositario de su verdadero yo, el que estaba detrás del escaparate de luces y filtros.
La amaba con la intensidad de quien ha encontrado un oasis después de caminar años en un desierto de soledad. La amaba con la pureza de quien no teme amar sin ser visto.

Dejó de salir con amigos para no perderse sus lives.
Ahorró para suscribirse a su canal exclusivo.
Se convirtió en su mecenas silencioso, su admirador más fiel, el puntal invisible de su mundo digital.

Hasta que un día, Valeria publicó una foto con otro hombre. Sonreían, abrazados.
La leyenda decía: “Encontré a mi media naranja.”
Claudio sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

Los comentarios se llenaron de felicitaciones.
Él también comentó:
“¡Qué felicidad! Se te merece todo lo mejor del mundo.”
Y lo sentía. O eso se decía a sí mismo.

Esa noche, el ritual fue distinto.
Sus mensajes se perdieron en el vacío.
Ella celebraba, vivía su vida real.
Claudio encendió la pantalla, la apagó, volvió a encenderla.
Su perfil era un escaparate de felicidad con otro hombre.

Y entonces, mirando su reflejo fantasmagórico superpuesto sobre la sonrisa de Valeria, lo entendió.

No la amaba a ella.
Amaba la versión que había construido con los retazos que ella dejaba caer.
Amaba la ilusión de intimidad que el algoritmo y la soledad habían cocinado a fuego lento.
Amaba la proyección de sus propias carencias sobre un lienzo que resultó ser una persona con una vida completamente ajena a la que él imaginó.

No hubo rabia. Solo la cruda certeza del engaño.
No fue ella quien lo engañó.
Fue él, creyendo que el amor podía florecer en el suelo estéril de los likes y los comentarios.

Amar detrás de una pantalla era el acto más solitario.
Era dar abrazos a un espejismo y esperar calor.
Era susurrar en un vacío que, a veces, por capricho, devolvía un eco que sonaba a amor.

Apagó el teléfono.
La habitación se sumió en oscuridad, solo rota por las luces frías de la ciudad.
El ritual había terminado.

Entonces recordó el bar en la parte baja del edificio.
Ese al que nunca había entrado, aunque lo veía cada noche al volver del trabajo.
Tomó su chaqueta y bajó. Se sentó en la barra, pidió una cerveza.

A su lado, una mujer lo miró sonriendo.
—¿Sabes si hay una buena pizzería cerca? —preguntó—. Acabo de mudarme hoy y creo que moriré de hambre si no consigo algo.

Claudio rió. Le dio algunas direcciones, hicieron bromas sobre lo difícil que era encontrar buena pizza en la ciudad, y poco a poco, la conversación fluyó como si siempre hubiera estado allí, esperándolo.

Y en ese instante, mientras la voz de ella llenaba el aire con una calidez que ninguna pantalla podía imitar, Claudio entendió algo profundo y sencillo:

A veces estamos solos porque buscamos en lugares inadecuados.
A veces el amor está tan cerca que basta con mirar hacia un costado.
Siempre es posible volver a empezar.
Siempre hay vida, incluso fuera de las pantallas.


Guido Berly

Comentarios

  1. Me encantó berly me sentí muy identificada..así como a claudio le a pasado a muchos..muy siento aveces tenemos el amor más serca de lo que pensamos pero yo secretas puertas de mi corazón ya no quiero sufrir más pero me a gustado mucho. Muchas felicidades gido berly

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  2. Veamos lo positivo del mundo virtual ,por ejemplo hay encuentros verdaderos palabras que sanan amistades que florecen almas que se tocan sin verse ,donde algunos encuentran compañía genuina ,claro en el relato no sucedió porque el protagonista no encajaba en esta reflexión las redes son una ilusión en un mundo impredecible.

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