MAS ALLÁ DEL INVIERNO


La paz, esta paz que ahora respiro, huele a tierra húmeda después de un aguacero de primavera y a leña vieja quemándose lenta en la estufa. No fue un regalo; fue una conquista. Un territorio arrebatado a pulso tras la guerra civil que libré dentro de mí, cuando mi mundo, ese que construí con la fe ciega de la juventud, se partió en dos como un tronco seco bajo el hacha. El divorcio no fue solo una separación; fue un desgarro que me vació, dejándome como un caparazón resonando con el eco de lo que fue y ya nunca sería.


Recuerdo la ciudad, sus oportunidades relucientes como anzuelos de metal. Los ascensos, los cócteles, la vida acelerada que creía era sinónimo de éxito. Todo eso se volvió insoportable después. El ruido no era solo de coches, sino del zumbido constante de expectativas ajenas. Así que me retiré. No como un ermitaño misántropo, sino como un náufrago que, tras sobrevivir a un naufragio, elige construir su propio muelle lejos de la costa tempestuosa.


Este muelle es mi vida aquí, en el campo. Una vida austera, sí. Para otros, quizá precaria: una casa de madera no demasiado grande, unos pocos animales, una huerta que me exige sudor y me regala sabores puros. Pero es mi muelle. Lo construí yo, tabla a tabla, clavando cada una con la determinación de quien sabe que es su único punto de apoyo contra las aguas gélidas de la desesperación. Aquí estoy a salvo. Desde aquí, puedo elegir cuándo sumergirme en las aguas placenteras del verano o refugiarme cuando el invierno del alma amenaza. Es el control sobre mi pequeño universo, una paz tallada en silencio y sencillez.


Anoche, por primera vez en años, ese equilibrio se tambaleó levemente. Conocí a una mujer. No es que no vea mujeres; las veo. Somos animales, después de todo, con un instinto ancestral que nos hace voltear la cabeza ante la belleza vigorosa y segura de sí misma. Pero soy un animal racional. Esas mujeres, brillantes y audaces, son como meteoritos: espectaculares de observar, pero un incendio si intentas atraparlos. Sé que lo que ofrezco, esta vida serena, sería una jaula dorada para un colibrí acostumbrado a libar mil flores. No debo cazar lo que no puedo mantener.


Pero ella… ella es diferente. No es un meteorito. Es como un árbol antiguo y firme. Su mirada no desafía, sino que acoge. Se respira una paz en sus ojos, una calma que habla de batallas libradas y superadas, de una resiliencia que me resulta profundamente familiar. Físicamente me atrae, y me rehúso a repetir el cliché de que lo físico no importa. Claro que importa. La atracción es el deseo de proximidad, de querer besar, acariciar, pasear de la mano sin esconderse, formando un todo con alguien, no yendo por la vida como dos extraños que solo coinciden en la intimidad.


Hablamos. Fueron palabras escasas, medidas, como si cada una tuviera un peso específico. Le dije, con una sinceridad que me sorprendió a mí mismo, que me gustaba. Su respuesta no fue un espejo. Fue un “no me incomoda”, no el “a mí también me gustas” que mi ego anhelaba. En su rostro, de un encanto sereno y único, adivino cicatrices. Me ha contado fragmentos de su historia, y entiendo por qué se guarda tanto. Es como un queso de añejo: no se puede apresurar su maduración. Forzar la corteza solo arruinaría su esencia.



Así que, por ahora, he ganado una amiga. Una amiga a la que aprecio como un jarrón intacto: no por el deseo de poseerlo, sino por la belleza de su integridad. La acompañaré en su camino, escucharé sus historias, porque de eso se trata la vida, de intentar conectar. Pero a esta edad, he aprendido la lección más valiosa: saber qué batallas librar y cuándo retirarse para conservar la paz conquistada.


Mi paz es ahora el bien más preciado. No es algo que se transa a la ligera. Anoche me costó dormir, no por ansiedad, sino por la rara e inquietante chispa de una posibilidad. La posibilidad de compartir esta felicidad que tanto me costó construir. Sería genial, sin duda. Pero me tomaré el tiempo que sea necesario. No arrojaré por la borda el muelle que me salva del frío por la promesa de un barco que quizá nunca zarpe.


Más vale una paz en soledad, que una soledad en compañía. Y esta paz, esta conquista duramente ganada, merece que espere. Merece que, si alguna vez me lanzo de nuevo al agua, sea porque estoy seguro de que la corriente me llevará a un puerto mejor, no de vuelta al naufragio. Por ahora, me quedo aquí, en mi muelle, observando el horizonte, sintiendo el tímido sol de primavera en la piel, y valorando el inmenso regalo de estar, finalmente, en paz conmigo mismo.


Guido Berly

Comentarios

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  2. De eso se trata, si tener paz casi costó la vida, quien venga debe ser a tu costado, ni adelante, que no te deje ver, ni atrás, donde se bloquea su paso, con un alma fuera de egos, fuera de críticas, fuera de engaños, con la base sólida de un sentimiento por cuidar como el más bello y puro tesoro, lejos de querer cambiarte, si no de restaurar y de potenciar ese corazón hermoso que nunca más será herido, rescatando de esos ojos profundos, la ternura y entrega reprimida por años, reconociendo sus miedos y cicatrices, los que enseñaron la misión de no permitir que nada ni nadie se atreva a tocar tu corazón sin el respeto y el valor que merece, con el deber de aclarar cualquier duda que pueda surgir, transparentar, cuidar infinitamente y hacer de los dos, UNO

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  3. Qué bello muelle el tuyo… y qué honor sería que las aguas de tu calma se mezclaran con la marea de una mujer que también busca anclar en la paz y en la magia de lo compartido…me gusta que abras tu corazón…

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  4. Encontrar el amor en primavera es abrirse a ese encuentro inesperado que llega con perfume a flores , el alma se despoja de sus inviernos y se atreve a buscar el sol .El corazón late como un riego que envuelve todo el cuerpo ,es un fuego que necesita expresarse ... Este relato sincroniza con lo que estoy sintiendo en mí el vértigo del amor posible que enciende los sueños

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