LOS ECOS DE MIS PROPIAS PAREDES


El espejo era un juez silencioso e implacable. Cada mañana, el ritual era el mismo: una carrera de miradas furtivas mientras se cepillaba el cabello, un ajuste rápido de la ropa, cualquier excusa para no detenerse. Porque detenerse significaba ver. Ver cada línea que el tiempo y los desvelos habían grabado alrededor de sus ojos, cada pliegue de piel que contaba la historia de risas y lágrimas, cada cicatriz mal disimulada que era un recordatorio físico de pérdidas internas. El espejo no solo reflejaba su imagen; reflejaba un catálogo de sus miedos, la encarnación de sus dudas, la prueba tangible de esa voz susurrante que repetía: "Ya no eres suficiente".


Esa voz se había instalado hacía años, el día que su matrimonio se deshizo sin estruendo. Él se fue. No hubo drama, solo la frialdad silenciosa de una elección calculada. Se marchó con alguien más joven, con una piel tersa y una risa ligera que ella sentía haber extraviado en algún lugar entre la crianza de sus hijos y los platos sucios del desayuno. Ella, que había entregado su juventud como una ofrenda, que había construido un hogar con sus propias manos y sueños, se encontró de pronto en un vacío tan profundo que los días pesaban más que losas de cemento. Se había quedado sin el "nosotros" y, lo que era peor, había perdido de vista el "yo".


Los meses que siguieron fueron un borrón de lágrimas ahogadas en la almohada y habitaciones que amplificaban el eco de su soledad. Cada rincón de la casa era un monumento a la ausencia. Sus hijos, su mayor consuelo, intentaban llenar el hueco con visitas y llamadas, pero sus vidas seguían adelante, como debía ser. Y ella se quedó, anclada en el pasado, aprendiendo a sobrevivir. Aprendió a vestirse con ropas que ocultaran las curvas que ya no se atrevía a reclamar como propias. Aprendió a sonreír en las reuniones familiares mientras por dentro se sentía invisible, transparente. Cada operación menor, cada nueva marca del tiempo en su cuerpo, se convirtió en un ladrillo más para la pared que construía a su alrededor. Una fortaleza de "no puedo", "no merezco", "ya no soy la mujer que alguien desearía". Se convenció de que su historia de amor había terminado, y con ella, la posibilidad de sentirse vista, deseada, entera.


Y entonces, cuando ya no lo esperaba, apareció Manuel.


No llegó como un huracán, sino como la brisa suave que precede al amanecer. Llegó con una calma que desarmaba, con una mirada que no escrutaba, sino que acogía. Al principio, fue la compañía casual en un café, conversaciones que fluían sin exigencias, risas que surgían de lugares que ella creía olvidados. Él no intentó derribar sus murallas a golpes; en cambio, se sentó pacientemente frente a ellas, y con pequeños gestos de genuino interés, preguntando por un libro que ella mencionaba, recordando cómo le gustaba el té, comenzó a abrir pequeñas rendijas por donde se colaba la luz.


Ella luchaba contra sí misma. Cada avance era seguido por una retirada interna. "¿Qué puede ver en mí?", se preguntaba en la soledad de su noche. "Pronto se dará cuenta de su error." Pero Manuel no se iba. Su ternura era una fuerza constante, un territorio seguro.


La tarde clave llegó en su cocina, bañada por el sol dorado del atardecer. Con las manos temblorosas alrededor de una taza de café, las palabras que la ahogaban desde hacía una década brotaron en un susurro quebrado:


Tengo miedo, Manuel… Miedo de que veas demasiado. De que veas todas las grietas, todas las cicatrices… de que veas quién soy ahora y… y te des cuenta de que no soy suficiente.


El silencio no se llenó de respuestas vacías. Él se acercó, le tomó la mano entre las suyas, que eran cálidas y firmes. Su mirada era profunda, serena.


No vengo a buscar a la mujer que fuiste , dijo, con una voz que era casi un tacto. Vengo a descubrir a la mujer que eres. Y todas esas marcas… son solo los mapas que has recorrido. Quiero aprender a leerlos. Porque eres mucho más que eso. Eres la fuerza que sobrevivió, la ternura que aún perdura. Eres hermosa, precisamente por todo lo que llevas contigo.


Ella rompió a llorar. No eran lágrimas de la vieja tristeza, sino de un alivio catártico, como si una compuerta de presión interna se hubiera reventado. Nadie, en toda su vida, le había dado permiso para ser exactamente quien era, con todo el bagaje de sus años y sus heridas. Él no le ofrecía una negación de su pasado, sino una aceptación profunda de su presente.


Llegó la noche que lo cambió todo. Una cena tranquila se convirtió en un baile lento en el salón, con la luna como única testigo. Manuel la tomó en sus brazos y, con una reverencia que le partió el alma, comenzó a besarla. Pero no fue un beso de pasión urgente, sino de exploración sagrada. Sus labios recorrieron no solo su boca, sino su cuello, sus párpados cerrados, la pequeña cicatriz en la sien que le recordaba una caída de niña. Sus manos acariciaron sus hombros, su espalda, con una lentitud deliberada, como si estuviera memorizando cada centímetro de su ser.


Y entonces, algo increíble sucedió dentro de ella. Un fuego que creía extinguido comenzó a avivarse, primero como una brasa tibia, luego como una llama que recorría sus venas. Un estremecimiento la sacudió, una mezcla de miedo ancestral y una audacia que no sentía desde que era joven. Dejó de pensar. Dejó de analizar. Se entregó a la sensación. Cada caricia era una palabra en un lenguaje olvidado que su cuerpo empezaba a recordar. Su piel, adormecida durante años, despertó al roce de sus dedos. Ya no había pudor, ni vergüenza, solo la verdad abrumadora de sentirse viva. Viva, deseada y, sobre todo, completa. No estaban buscando la perfección de un cuerpo joven, sino la autenticidad de dos almas que se encuentran.


Ella rió entre lágrimas y suspiros, se dejó llevar por una ola de sensualidad madura, contenida durante décadas, que ahora brotaba con una fuerza liberadora. En sus brazos, comprendió que el placer y la ternura no eran conceptos opuestos, sino las dos caras de la misma moneda del amor.


Cuando yacían entrelazados en la penumbra, exhaustos y en paz, ella apoyó la cabeza en su pecho y escuchó el latido constante de su corazón. Era un sonido que hablaba de permanencia. Las cicatrices seguían ahí, bajo sus dedos. Pero ya no eran estigmas. Eran medallas de guerra. Eran parte de la historia que la había traído hasta este momento de redención.


A la mañana siguiente, con la luz suave del amanecer filtrándose por la ventana, se enfrentó de nuevo al espejo. Pero algo fundamental había cambiado. La mirada del juez severo se había esfumado. En su lugar, vio a una mujer. Una mujer con historia en los ojos, con fuerza en la línea de su mandíbula, con una paz nueva en su sonrisa. Su cuerpo no era un enemigo, sino el testigo fiel de su viaje. La pared de "no puedo" y "no merezco" se había derrumbado, no por la fuerza de otro, sino porque ella, desde su interior, había encontrado la llave: la aceptación.


Se miró profundamente y, por primera vez en décadas, no apartó la vista. Se prometió, allí mismo, frente a su propio reflejo, no esconderse nunca más. Porque había aprendido la lección más importante: las huellas del tiempo no borran la belleza; la transforman en algo más profundo, más verdadero, más suyo.


Y así, con cada latido que le quedaba por vivir, se sintió plena, fuerte y, sobre todo, libre. La ternura había llegado tarde, pero a su tiempo perfecto, y con ella, había renacido la mujer que siempre estuvo allí, esperando detrás del miedo, para reconocerse, amarse y saberse, por fin, suficiente.


Guido Berly

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