LO QUE NUNCA PUDE VER
Claudia siempre había sentido que la vida le debía algo. Cada amanecer la encontraba con un peso invisible sobre el pecho, una sensación de que algo esencial le había sido negado. Tenía un techo, un trabajo estable y un esposo que la esperaba con paciencia y ternura, pero nada de eso alcanzaba para llenar el vacío que llevaba dentro. Miraba a Mauricio, aquel hombre silencioso de pasos tranquilos y sonrisa serena, que madrugaba para preparar café y acomodar la mesa antes de ir al trabajo, y solo podía ver lo que le faltaba: un viaje que nunca llegaba, un auto que no podían pagar, una vida que parecía existir solo en las imágenes de otros. La calma de Mauricio, su constancia silenciosa, le parecía insuficiente. Todo en él le resultaba gris, apagado, predecible.
Por las noches, cuando la casa se sumía en el silencio y Mauricio dormía, Claudia permanecía despierta, contando las sombras que la lámpara dibujaba en la pared, buscando respuestas que nunca llegaban. “¿Por qué la vida es tan injusta conmigo?”, se preguntaba. “¿Por qué otros tienen tanto y yo tan poco?” No entendía que su infelicidad no provenía de Mauricio, sino de su incapacidad para ver y valorar lo que ya tenía. Cada gesto, cada detalle de él, que a cualquier otro le habría parecido un tesoro, a Claudia le parecía pequeño, insignificante, insuficiente.
Un clavel colocado en un vaso de agua, un mensaje corto en el celular con un “Ánimo, hoy será un buen día”, un café servido con cuidado: nada de eso la conmovía. Ella quería grandeza, espectáculo, emociones que la hicieran sentir viva. Y en esa exigencia silenciosa, la paciencia de Mauricio se convertía en un muro de incomprensión que ella nunca supo atravesar.
Todo cambió la noche en que conoció a Javier. Era la fiesta de aniversario de su empresa, un salón iluminado por luces cálidas y risas que se mezclaban con el tintineo de las copas. Javier apareció con una elegancia imponente, una sonrisa que parecía leerla y una voz cargada de promesas.
Las personas como tú y como yo, dijo, acercándose con una complicidad que la hizo estremecer, no nacimos para sobrevivir. Nacimos para brillar.
Claudia sintió que, por primera vez, alguien escuchaba lo que ella había guardado durante años en secreto. Cada palabra de Javier era un eco de sus propias frustraciones y deseos, una confirmación de que no estaba equivocada al sentirse insatisfecha. Por primera vez alguien parecía entenderla y validarla. Ese encuentro no fue solo una conversación; fue un espejo que le devolvía la imagen de lo que siempre creyó que merecía: emoción, aventura, brillo, pasión.
El desenlace fue inevitable. Una noche, cargada de ansiedad y deseo, Claudia cerró una maleta y se marchó. No hubo lágrimas, ni súplicas, ni abrazos. No miró atrás. Mauricio, el hombre que la había amado con paciencia infinita, quedó solo con su silencio y su corazón intacto, mientras ella perseguía la ilusión de una vida que prometía todo lo que él no podía darle, según su propio juicio.
Al principio, la vida con Javier fue un torbellino. Cenas en restaurantes lujosos, viajes cortos que parecían infinitos, conversaciones que la hacían sentir escuchada y comprendida. Claudia creía haber encontrado la libertad y la intensidad que siempre había anhelado. Pero pronto descubrió la verdad que ningún espejismo revela de inmediato: Javier era su reflejo. Ambos eran inconformes, ambos exigían sin dar, ambos consumían su propia insatisfacción en un ciclo sin fin. Lo que había comenzado como un sueño compartido se convirtió en una guerra silenciosa de reclamos y reproches. La ilusión se tornó agotamiento, y el fuego que había encendido al principio se convirtió en ceniza.
Entonces quedó sola. La casa que antes le parecía confortable ahora le parecía un mausoleo. Las noches eran interminables, y cada día que pasaba de a poco la llenaban de un vacío que ni los viajes, ni las cenas, ni las palabras de Javier podían llenar. El café perdió su aroma, la cama se volvió un abismo y cada tarde la envolvía un silencio que la devoraba.
Vencida por la nostalgia y el remordimiento, Claudia decidió llamar a Mauricio. Su corazón latía con fuerza, temblando ante la posibilidad de escucharlo, de redimirse, de volver.
Claudia sintió que el mundo se abría bajo sus pies. Todo lo que había perdido le sacudió de golpe, con la fuerza de una tormenta. Mauricio, el hombre que había considerado gris y predecible, ahora brillaba con alguien más. Días después, una amiga en común le confirmó lo que más temía: Mauricio estaba feliz. Reía, disfrutaba de cada instante, y al fin recibía la ternura y la gratitud que siempre mereció.
Esa noche, Claudia se miró al espejo y vio su reflejo con claridad por primera vez. El rostro cansado, los ojos llenos de lágrimas, y la verdad que la atravesaba: no era la vida la que había sido injusta con ella. Era ella la que había sido injusta con la vida. Había tenido un amor puro, constante, silencioso, y lo había dejado escapar por perseguir un espejismo. La felicidad que buscaba no estaba en lo que faltaba, sino en lo que tenía y no supo mirar.
El viento golpeaba la ventana, trayendo consigo un murmullo que parecía hablarle directamente al corazón: la felicidad no reside en lo que se sueña grande, sino en lo que ya se posee y no se aprecia. Claudia entendió, con un dolor que la quemaba por dentro, que algunas pérdidas son irreparables. Mauricio no volvería. Lo que había despreciado ya no le pertenecía. Y lo único que le quedaba era la certeza amarga de que había tenido todo… y lo había dejado escapar.
Esa revelación la hizo llorar, pero también la hizo comprender. Quien no aprende a valorar lo que tiene, tarde o temprano lo pierde. La vida, con sus silencios y sus ausencias, tiene maneras sutiles de enseñarnos lo que es verdaderamente valioso. Quien desprecia la constancia, la ternura, la paciencia, solo descubre demasiado tarde que la verdadera riqueza está en lo cotidiano, en los detalles pequeños, en la calma que parece aburrida pero que es, en realidad, un tesoro insustituible.
Claudia cerró los ojos aquella noche y escuchó el murmullo del viento, como si repitiera una lección que nunca olvidaría: la felicidad no está en lo que falta, sino en lo que ya se tiene y se deja escapar por no saber mirar.
Y por primera vez, entre lágrimas y suspiros, Claudia comprendió que la vida siempre nos da todo lo que necesitamos; solo que a veces somos nosotros quienes no sabemos reconocerlo a tiempo.
Guido Berly
La convivencia de una relación de pareja es la incertidumbre que nos condena, somos vulnerables,acarreamos miedos ,heridas de relaciones pasadas ,ansiedades, necesidades inexplicables de algo más .Hay asignaturas pendientes que debemos brindarle a la vida y aunque te engañes con la perfección de que lo tengo todo no te llena y por más vueltas que le des debes primero sanar como una manera de resiliencia ,de amor propio ,para entender la maravilla de caminar sin herir a la persona que te tiende la mano desde la otra orilla.
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