LA PAZ DEL DEBER CUMPLIDO


La luz fría y artificial de la lámpara del consultorio pareció intensificarse, adquiriendo un peso tangible que caía sobre sus hombros. El doctor había dejado que las palabras flotaran en el aire silencioso de la habitación: “poco tiempo”, “tratamientos paliativos”, “poner sus asuntos en orden”. Términos estériles que intentaban, sin éxito, encapsular el cataclismo.


Nunca se está preparado para una noticia tan dura y desconcertante. Y allí estaba él, Marcos, de cincuenta y cuatro años, recibiéndola en la más absoluta soledad. El silencio que siguió al diagnóstico no era vacío; estaba saturado de ecos. Los pasos de su esposa, que ya no compartía su camino después de casi dos décadas de matrimonio, resonaban en otra casa. Las risas de sus dos hijos, hombres hechos y derechos con sus propias vidas, sonaban en ciudades lejanas. Por un instante, una punzada de amargura le recorrió el pecho. Nadie debiera recibir una noticia de esta envergadura encontrándose solo, pensó.


Pero entonces, algo extraordinario sucedió. La ola inicial de pánico, ese frío instintivo de conservación, se disipó. No fue un acto de valentía, sino de comprensión. Al mirar hacia el abismo, el abismo le devolvió, no el vacío, sino la imagen nítida de una vida plena.


No le temía a la muerte que le esperaba; lo que realmente le desgarraba el alma era la sombra de su ausencia, el eco de sus pasos que se apagarían y el amor que, al marcharse, se quedaría convertido en un suspiro para los que se quedaban. Su mente, veloz como un relámpago, repasó todos los proyectos que se tenían en mente: ese viaje a un pueblito no tan distante que siempre quiso visitar pero que siempre postergó, aprender a tocar el ukelele, ver crecer a sus nietos, terminar los libros inconclusos. No era miedo a no seguir viviendo, sino el dolor del no seguir acompañando. Era la certeza de que se perdería capítulos de las vidas de las personas que más le importaban.


Se levantó del incómodo asiento de la consulta. No con una cara de derrota, sino con una serenidad profunda, con la mirada de quien ha cumplido una misión trascendental. Su vida no había sido un guión perfecto, había tenido grietas, desgastes, un matrimonio que, tras agotar su camino, se había apagado sin dramáticos, sino con una tristeza resignada. Pero había sido su vida. La había vivido con la fuerza de quien prioriza el amor y la entrega.


“Doctor,” dijo su voz, firme y calmada. Se movió al lado del médico, un hombre joven que parecía más afectado que él, cuyo rostro delataba la carga de ser el mensajero de la fatalidad. Le puso una mano en el hombro y luego le dio un abrazo sincero, un gesto de consuelo inverso, de quien perdona al mensajero. “No se preocupe. No se apene. Esto no es mas que parte de las sorpresas con las que la vida día a día nos sorprende.”


Salió del edificio médico y el mundo exterior le golpeó con una intensidad abrumadora. El gris de la acera no era gris; era una compleja mezcla de tonalidades de cemento y sombra. El verde de un árbol en la plaza era tan vibrante que casi le dolía en los ojos. El azul del cielo era profundo, infinito. Vio todo con más colores que nunca. Cada sonido – el canto de los gorriones jugetiando entre las ramas de los arboles, la risa de un niño, el murmullo del viento – componía una sinfonía perfecta de la que él, por poco tiempo que le quedase, seguía siendo una nota esencial.


Caminó lentamente, sintiendo el sol cálido en su rostro. Morir no es el fin que me aterra, sino el principio del dolor ajeno, reflexionó. Mi mayor angustia no es la nada, sino todo lo que dejo de ser para quienes amo. Pero incluso ese pensamiento se templó con una certeza mayor: después de todo, lo que hemos sido en la vida es lo que queda. Es la forma de trascender.


Su legado no estaba en una cuenta bancaria o en propiedades. Estaba en la honestidad con la que había criado a sus hijos, en la paciencia que había tenido con su padre ya fallecido, en los consejos dados a un amigo en crisis, en la semilla de bondad que había intentado plantar en cada interacción. Su huella estaba impresa en el carácter de sus hijos, en la memoria de sus amigos, en el pequeño mundo que había ayudado a construir. Él seguiría presente justamente por eso. La cantidad de años que vives no es tan importante como la fuerza con que los vives. Y él los había vivido con toda la fuerza de su corazón.


Que llegue la noche final si es mi turno, musitó para sus adentros, una sonrisa tranquila asomando a sus labios. Mi alma no tiembla por lo que viene, sino por el jardín de recuerdos y amores que, al irme, quedará regado solo con lágrimas. Pero sabía, con una fe inquebrantable, que después de las lágrimas, brotaría la gratitud por haberlo tenido en sus vidas.


No había arrepentimientos. Si tuviese la posibilidad de volver atrás, no cambiaría nada. Cada acierto, cada error, cada momento de alegría y de dolor, habían forjado al hombre que era ahora, un hombre que podía enfrentar el final no con miedo, sino con una curiosidad pacífica y un amor infinito por lo que dejaba atrás.


Su misión estaba cumplida. Ahora, su último proyecto, el más importante, era vivir con plenitud, con amor y con gratitud, hasta el último segundo de vida que le quedaba. Y así, Marcos se fundió con la multitud, un hombre aparentemente común, pero que llevaba dentro la sabiduría más extraordinaria: la de haber encontrado la paz al comprender que la vida no se mide por su extensión, sino por su profundidad.

Comentarios

  1. No se que comentar....este escrito me deja pensativa ...se que es una historia real....a la vez triste pero esperanzadora....que sera mejor una muerte accidental como siempre decimos ...o esperar la muerte diagnosticada...y alcanzar a dejar todo en regla, despedirse y preparar a los que mas amamos...solo se que mientras hay que disfrutar...ser feliz..ser buena persona y dejar huellas...siempre mi madre que en paz descanse decia hay que pasar por la vida dejando huellas ....animo y fuerza para este señor para que termine sus escritos y quede su legado por siempre.

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