LA PAZ CONSISTENTE



La cafetería del parque, justo a la vuelta de su casa, era el lugar donde le gustaba pasar los momentos en los que necesitava sentirse en compañia. Todos los domingos, sin falta, Alberto se sentaba en la misma mesa, la de junto al ventanal que daba al parque, a observar el lento fluir de la vida a través del cristal. A sus cincuenta y ocho años, había convertido esa rutina en un ritual sagrado, una forma de medir el pulso del mundo sin necesidad de mojarse los pies en su torrente más agitado.



Desde ese priviligiado mirador de cristal y acero, veía desfilar los amores de parejas que visitaban el parque. Los veía llegar, primero, con la torpeza y el brillo de lo nuevo. Como el de la joven pareja de la semana pasada, que se tomaban de la mano con una fuerza que delataba miedo a que el otro se esfumara. Se miraban con esa devoradora intensidad de quien cree haber inventado el concepto de mirar. Alberto sorbía su café negro, amargo como ciertas verdades, y sonreía con una ternura teñida de melancolía. Dos semanas, pensó. Y así fue. El domingo siguiente, la chica estaba allí, en el mismo sendero, pero con otro joven que le hacía las mismas promesas con palabras distintas.



Eran amores de temporada, como la ropa. Breves, intensos, desechables. Gente que entraba y salía de relaciones como quien prueba diferentes abrigos, buscando uno que abrigue perfectamente sin apretar en ningún lado, sin saber que ese ajuste perfecto a veces pica, a veces pesa, y siempre, deja marcas.



Y luego estaba él. Alberto. La isla solitaria de la cafetería.



No era que no deseara el amor. ¡Por Dios, cómo lo deseaba! Las mañanas de invierno ansiaba la calor de otro cuerpo junto a el en su cama, la complicidad de un silencio compartido con el primer café, la mano que te alcanza la toalla cuando sales de la ducha porque ya conoce tu ritual. Amanecer abrazado a alguien que te ame… ¿qué mayor lujo podría haber? Su cama, amplia y ordenada, era a la vez un santuario de su independencia y un recordatorio de su vacío.



Pero ahí residía la paradoja, el nudo gordiano de su existencia pasados los cincuenta. El deseo chocaba frontalmente contra un muro de autopreservación que él mismo había levantado, ladrillo a ladrillo, con las cicatrices de experiencias pasadas y la soberana paz conquistada a base de años de introspección.



No era miedo al compromiso. Eso era para los jóvenes. Él tenía miedo a perder. A perder la paz por un conflicto absurdo. A perder su tiempo por una conversación vacía. A perder su espacio, invadido por hábitos ajenos que no respetaran la sagrada quietud de sus tardes de lectura. A perder su esencia, diluida en la demanda constante de otra persona que no entendiera que el amor, a esta edad, no es fusión, sino alianza.



¿Y qué tenía él para perder? Mucho. Demasiado. Había logrado una serenidad envidiable. Sus mañanas comenzaban con Bach y terminaban con un vaso de vino escuchando el crepítio de la leña en la chimenea. Su casa era el reflejo de su alma: ordenada, llena de libros con el lomo cuarteado, con una guitarra en un rincón que solo tañía para sus oídos y un taller de carpintería donde creaba belleza a partir de caos de madera. Eso no se entregaba a cualquiera. No se ponía en bandeja para que el primer amor pasajero que llegara con promesas de eternidad lo mancillara, lo diera por sentado y, finalmente, lo abandonara, dejando un reguero de desorden y amargura.



«No estoy dispuesto a entregar mi dedicación y mi tiempo a cualquier persona que no lo valore», murmuró para sus adentros, observando a un hombre de su edad en el parque intentando impresionar a una mujer con un relato exagerado. Alberto podía ver la soledad detrás de la fanfarronería del hombre, la desesperación por llenar un vacío con el primer yeso disponible. Él no. Prefería el vacío honesto al relleno fraudulento.



Así habían pasado los años. Dos. Tres. Cinco. Y ahora miraba hacia atrás y veía una década entera desfilar desde su mesa. Una década de domingos observando amores nacer y morir en la plaza. Una década de noches silenciosas, a veces frías, pero siempre suyas. Una década en la que su pelo se había vuelto completamente gris, como plateado por la luna, y las arrugas alrededor de sus ojos se habían profundizado, no tanto por la edad sino por la cantidad de sonrisas solitarias y miradas compasivas que había regalado al mundo.



Y se preguntaba, a veces con un pellizco de terror, si así pasaría otra década. Llegaría a los sesenta y tantos, viendo a los nietos de aquellos primeros amores que él vio nacer, pasar con sus propios amores efímeros. Y él, aún solo.



Pero entonces, una tarde de domingo particularmente dorada, sucedió algo. Una mujer se deslizó en la mesa de al lado. No era joven, pero llevaba los años con una gracia que parecía renovarlos. Su presencia, incluso antes de que se sentara, trajo consigo una atmósfera distinta, como si una ventana se hubiera abierto dejando entrar una brisa limpia y cálida. Llevaba el tiempo no grabado, sino esbozado con elegancia: unas pocas canas plateadas que brillaban como hilos de luz entre su melena castaña, y unas sonrisas marcadas alrededor de unos ojos claros y luminosos que no habían perdido su curiosidad.



Vestía con una sencillez que delataba gusto: un jersey suave de color arena y un pañuelo de seda estampado con tonos terrosos. Una esencia sutil a jabón de almendras y algo cítrico, limpio y acogedor, se desprendía de ella y se mezclaba con el aroma del café, llenando el espacio inmediato con una calidez atractiva y serena.



Tenía un libro en las manos, unas manos que mostraban las huellas de una vida vivida pero que se movían con suavidad y determinación. No miró a su alrededor buscando aprobación o compañía; su tranquilidad era autosuficiente y magnética. Simplemente abrió el libro y se sumergió en él, y en ese acto tan simple había una armonía que hacía que el mismo aire a su alrededor pareciera más tranquilo, más vivo. No ocupaba el espacio, lo habitaba con una plenitud que era, en sí misma, una invitación silenciosa a la calma.



Alberto la observó de reojo. No había urgencia en ella. No había desesperación. Había una paz que le era familiar, la paz de quien se basta a sí mismo. Pasaron media hora sin que ninguna de las dos personas en sus respectivas mesas pronunciara una palabra. Solo el sonido de las páginas al pasar, el leve tintineo de su cuchara al remover el café y el gorjeo de los gorriones en el parque rompían el silencio.



Fue él quien, impulsado por una fuerza que no era ansiedad, sino curiosidad pura, rompió el hielo. —Disculpe, ¿es buen libro? —preguntó, señalando con la barbilla el ejemplar que ella sostenía.



Ella alzó la mirada. Sus ojos eran del color del ámbar, profundos y tranquilos. Sonrió, una sonrisa que no prometía nada, pero que tampoco ocultaba nada. —Lo suficiente como para robarme la atención de este hermoso domingo. Eso ya es decir mucho.



La conversación fluyó. No fue un torrente de confesiones íntimas, sino un riachuelo serpenteante y calmado. Hablaron de libros, de la estupidez de ciertas modas, de la belleza de la madera noble y de lo difícil que era encontrar un buen café. No hubo interrogatorio, no hubo currículos emocionales. Fue el reconocimiento tácito de dos idiomas que se hablaban en el mismo dialecto del silencio valorado.



Alberto no sintió la necesidad de impresionarla. No sintió miedo a decir algo equivocado. Por primera vez en mucho, mucho tiempo, no estaba entregando nada. Estaba compartiendo. Y ella hacía lo mismo.



Al despedirse, con el sol cayendo a sus espaldas, ella dijo: —Me gusta venir aquí los domingos. La paz es… consistente.



—Como el viejo roble de ahí fuera —dijo él, señalando a través del cristal el árbol centenario que se alzaba en el centro del parque.



Ella asintió. —Exacto. Hasta el próximo domingo, quizás.



Él asintió. No hubo intercambio de números, de promesas vacías. Solo la posibilidad de un «quizás». Y para Alberto, esa posibilidad, basada en el mutuo reconocimiento y no en la necesidad desesperada, valía más que diez relaciones pasajeras.



Caminó de vuelta a su casa, a su silencio, a su paz. Pero esa noche, al encender la chimenea, no sintió el peso de la soledad, sino la plenitud de su propia compañía. Su niño interior, ese que aún se sorprendía con la belleza de un nudo en la madera o con una melodía perfecta, saltaba de alegría. No por la promesa de un amor, sino por la confirmación de que había estado en lo cierto todo este tiempo. La espera, la paciencia, la terquedad de no ceder por no perder, valían la pena.



Quizás ese «quizás» no llegara a nada. Quizás sí. Quizás pasarían otros diez años en esa cafetería, cada uno en su mesa, disfrutando de una compañía silenciosa que no exigía ni prometía más de lo que podía dar. O quizás, solo quizás, descubrirían que dos robles solos, bien enraizados en su propia tierra, pueden crecer juntos sin ahogarse, entrelazando sus ramas para crear una sombra aún más grande y hermosa, sin dejar de ser quienes siempre fueron.



Y si no, siempre quedaría la paz. Su paz. Esa que no estaba dispuesto a perder por nada ni por nadie.



Guido Berly

Comentarios

  1. Encontrar a alguien que no te abrume no te atrape, que entienda la riqueza de tu soledad ,hay una conexión que trasciende lo material, se comparten valores , búsquedas y silencios que no necesitas explicación es como si ambos caminos caminaran juntos en el mismo sendero , pero sin dejar de tener cada uno su propio vuelo seres que aman desde la inteligencia ,el amor no se mide en posesión sino en libertad compartida .Este relato me encanto tiene mucha sencibilidad

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  2. Asi es....uno muchas veces la piensa mil veces antes de comrnzar alguna propuesta de alguna relacion ..pero pontmos en la balanza la tranquilidad ..la felicidad de nuestra soledad entre comillas...y no no no...adoro mi vida y no quiero ese quizas nunca sera igual a la vida que llevo y amo .

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