LA FRONTERA DE DOS MUNDOS



Ella, mi amiga Sascha


La conocí en la Universidad. Sascha. El nombre le quedaba grande y pequeño a la vez. Sonaba a fuego artificial, a algo brillante y efímero. Y así era ella. Entraba en un aula y el aire cambiaba. No era solo que fuera hermosa, lo era de una manera que desafiaba la gravedad: pelo como seda oscura, ojos que parecían contener todo el cielo en un solo momento, y una sonrisa que podía desarmar hasta al profesor más estricto. Era inteligente, del tipo de estudiante que debatía con pasión y cuyos trabajos se leían en voz alta como ejemplo para el resto de la clase.


Estaba rodeada de una constelación de admiradores. Amores llegaban y se iban de su vida como estaciones aceleradas. Todos creían estar enamorados de su luz, pero pocos sospechaban la fuente de tanto fulgor.


Porque Sascha vivía en dos soles.


Habían días en los que era un amanecer hecho persona. Su risa, ligera y contagiosa, era la banda sonora de aquellas mañanas. Compraba café para todos, ideaba planes descabellados, escribía poemas en servilletas y hablaba de filosofía y de los misterios del universo con una lucidez que nos dejaba boquiabiertos. En esos estados, no solo brillaba; incendiaba el mundo a su alrededor. Era la vida misma en su expresión más pura y exuberante. Creíamos que esa era la verdadera Sascha.


Pero luego, sin previo aviso, el sol se eclipsaba.


Un atardecer gris se cernía sobre ella cubriendola con su total oscuridad. La misma persona que días antes planeaba conquistar el mundo, ahora no podía salir de la cama. La luz en sus ojos se apagaba, reemplazada por una opacidad dolorosa. Su voz, antes melodiosa, se convertía en un susurro cargado de plomo. Cancelaba planes, desaparecía. Aveces la encontrábamos en la biblioteca, no leyendo, sino mirando fijamente la misma página durante una hora, con una tristeza tan profunda que era casi tangible, un campo gravitatorio de dolor que alejaba a cualquiera.


Fue después de uno de estos episodios, sentadas en las escaleras de la facultad, cuando me miró con esos ojos nublados y me dijo algo que, en el fondo, yo ya intuía: "Soy bipolar".


La palabra sonó fría, clínica, incapaz de capturar el torbellino que describía.


"Vivo tapada de pastillas", confesó, con una voz que no era la suya. "Litio, estabilizadores… son el ancla que me impide volar demasiado alto hacia el sol y quemarme, o hundirme demasiado profundo en el océano y ahogarme. Es una danza eterna entre dos mundos."


Luego, bajó la mirada y susurró la frase que aún hoy, años después, me parte el alma al recordarla: "Solo quisiera ser feliz, una vez en mi vida. No eufórica, no entusiasmada, no… 'mania'. Solo feliz. En paz."


Una tarde, caminábamos por el parque cerca de la universidad, tratando de despejar la niebla de uno de sus días bajos. Nos detuvimos frente a un roble antiquísimo. Su tronco estaba surcado de cicatrices profundas, marcas de rayos, de inviernos duros, de tiempo. Sus ramas eran retorcidas, como huesos viejos que hubieran luchado contra mil tormentas. Pero en esas mismas ramas, decenas de pajaritos habían construido sus nidos, cantando con alegría. Bajo su sombra, niños jugaban y ancianos leían en paz.


Sascha lo observó en silencio durante largos minutos. Una lágrima se escapó por su mejilla. "Míralo", dijo señalando el árbol. "Está lleno de heridas, de batallas perdidas y ganadas. Es torpe, imperfecto, marcado… y aun así da cobijo. Da sombra. Sustenta vida." Me miró, y en sus ojos había un destello de algo que no era euforia ni depresión, sino pura lucidez. "Si él puede, con todas sus cicatrices… ¿por qué yo no?"


Esa pregunta no era de derrota. Era un germen de esperanza.


El tiempo, como siempre, pasó. Nos graduamos. La vida tomó caminos distintos. Yo formé mi hogar, con sus rutinas tranquilas y sus amores estables. Sascha, impulsada por ese espíritu libre que siempre la caracterizó, incluso en la oscuridad, tomó una decisión audaz: volaría a otro país a empezar de cero. Decidió que su historia no estaría definida por su diagnóstico, sino por su coraje.


La despedí en el aeropuerto. La abracé con todas mis fuerzas, como si el amor y la admiración que sentía por ella pudieran teletransportarse a través de la piel, como si mis brazos pudieran estirar el tiempo para retenerla un minuto más. "Escribiré", prometió. "Te lo contaré todo."


Los primeros años fueron duros. Sus emails eran un diario de su batalla. Episodios maníacos que la llevaron a gastar todos sus ahorros en proyectos quiméricos. Depresiones profundas que la mantuvieron aislada en una habitación oscura durante semanas, luchando contra el impulso más oscuro de todos: el silencioso y persistente llamado al suicidio, esa "solución permanente a un problema temporal" que tantas vidas con su condición se lleva por delante.


Pero en cada mensaje, incluso en los más sombríos, había una determinación feroz. Aprendió a reconocer los pródromos, las señales de alerta de cada ciclo. Encontró un terapeuta maravilloso. Ajustó su medicación de acuerdo a los avances. Comenzó a pintar, a canalizar la tormenta interior en colores brutales y hermosos sobre el lienzo.


Y lo logró.


No en el sentido de "se curó", porque el trastorno bipolar es una compañera de vida, no un resfriado. Pero logró lo que siempre quiso: encontrar la paz. La felicidad serena.


Años después, recibí una invitación. Sascha exponía sus pinturas en una galería en su nueva ciudad. Volé para estar allí.


Al verla, contuve el aliento. Allí estaba, rodeada de gente, con una sonrisa tranquila, no eufórica. Sus ojos tenían la luz de un cielo despejado después de la lluvia, no el fuego cegador de un incendio. Me abrazó y su abrazo era firme, presente, no el abrazo de alguien que quiere huir.


Recorrimos la galería. Sus cuadros eran un viaje al interior de su mente. Explosiones de oro y carmesí representaban la manía. Profundidades de azul oscuro y negro, la depresión. Y en el centro de la sala, había una pieza maestra: un roble viejo y cicatrizado, con ramas retorcidas que se alzaban hacia el cielo. En sus ramas, hechas de pinceladas suaves y doradas, dormían pajaritos de colores. Bajo su sombra, pintada con tonos verdes serenos, se veía la silueta de una mujer leyendo en paz.


Era ella. Era su historia.


Al final de la noche, se acercó a mí, tomó mi mano y me dijo: "¿Te acuerdas del árbol, Laura? Tenía razón. Sus cicatrices no lo hacían feo. Eran la prueba de que había sobrevivido. Eran su fuerza. Ya no bailo entre dos mundos. He aprendido a construir mi casa justo en la frontera entre ellos, con cimientos de aceptación y ventanas hacia la compasión. Y por fin, por primera vez… soy feliz."


No pude contener las lágrimas. No eran de tristeza, sino de un alivio profundo, de una admiración absoluta. Mi amiga Sascha, la mujer que brillaba y se oscurecía como un fenómeno celestial, había usado sus heridas como raíces y había elegido dar cobijo, dar sombra, sustentar vida.


Había conocido a una maravillosa persona que no solo pudo con eso, sino que transformó su dolor en la más bella de las obras de arte: una vida entera, plena y valiente. Y en ese momento, supe que su luz, ahora estable y serena, iluminaría el camino de muchos otros que, como ella, bailan entre dos mundos.

Comentarios

  1. Muy linda la historia...quizás cuantas exposiciones de pinturas ..galerías u otras obras de arte...como también en la música hay personas que buscan su felicidad

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  2. Que bella historia, muy bonita forma de ver las cicatrices de la vida, todas las heridas de vida, jamás serán debilidades, al contrario son el potencial que hace crecer la luz interior de quien aprendió a transformar el dolor en aprendizaje y amor

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  3. Un escritor con su sensibilidad percibe lo que la sociedad muchas veces no comprende lo que significa vivir con una mente que cambia de colores una existencia con una intensidad desgarradora ,gracia Guido por hacernos aterrizar con esta vivencia de la que nadie esta libre ,todos tenemos familiares y la vida en impredecible.

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  4. Que hermosa historia, cuantos de nosotros tenemos esas cicatrices de vida, pero luchamos día a día, para transformar el dolor , en algo hermoso, para encontrar esa paz que tanto necesitamos.

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