EL ECO DE NUESTRO AMOR

 


El viento helado del aeropuerto azotaba mi rostro, pero no era nada comparado con el frío que se instalaba en mi corazón. Junto a mí, mi esposo, mi roca durante tantos años, apretaba mi mano con una fuerza que delataba la misma emoción desgarradora que a mí me consumía. Nuestras miradas estaban fijas en ellos: Rodrigo, nuestro milagro, nuestro todo, con su hijo Mateo y a su lado, Laura, la mujer que le había devuelto la luz a sus ojos. Se iban. Lejos. A Alemania. Y una parte de mi alma, la más preciada, se marchaba con ellos.
Mi mente, traicionera, comenzó a viajar en el tiempo...
Todo empezó con un amor que era más fuerte que el miedo. Éramos jóvenes, pobres de bienes materiales, pero ricos en sueños. Nuestras familias, cegadas por prejuicios y mezquindades, se negaban a vernos felices. Recuerdo la tarde en que, con una determinación que solo da el amor verdadero puede empujar, decidimos que nuestro mundo sería el uno para el otro. Punto. Nos casamos en una sencilla ceremonia, sin la bendición de nadie, con la fe como único testigo.
Nuestro "nido" fue una pequeña pieza al fondo de una casa ajena. Nuestro menaje: dos platos comprados en una feria de domingo y una colchoneta prestada que olía a esperanza. Él, mi panadero, llegaba con las manos harinosas y la espalda cansada después de amasar no solo pan, sino también nuestro futuro. Yo, como reponedora de reemplazo, contaba cada moneda hasta el siguiente sueldo, haciéndola rendir con un amor que multiplicaba lo poco que teníamos.
Luego llegó la noticia más maravillosa: estaba embarazada. Rodrigo. El nombre lo elegimos una noche, susurrándolo entre risas como si fuera un secreto demasiado dulce para ser dicho en voz alta. La alegría nos envolvió, ciega ante la tormenta que se acercaba. Nunca fui a controles, no podíamos permitírnoslo. Ignorábamos que mi cuerpo libraba una batalla silenciosa.
El día del parto es un recuerdo difuso, teñido de dolor y de miedo. Recuerdo la cara grave de las enfermeras, la prisa, y luego... la nada. Un desmayo que me arrebató el momento crucial. Cuando desperté, con un vacío físico y un dolor punzante, me trajeron a mi hijo. Lo puse contra mi pecho y lloré. Lloré de una felicidad tan inmensa que por un segundo ahogó las palabras del médico: "El que este niño haya nacido sano es un milagro. No podrá volver a tener hijos".
La noticia era un duelo, pero Rodrigo, en mis brazos, era una promesa. Era nuestra luz, nuestro milagro único. Mi esposo me miró, con lágrimas recorriendo por sus mejillas, y dijo: "Él es más que suficiente para llenar mil vidas". Y así fue.
La vida, con su curiosa manera de equilibrarse, nos tendió una mano. Con el dinero de la venta de la casa de sus padres, instalamos nuestra pequeña panadería. Mi esposo se convirtió en un titán. Trabajaba día y noche. Yo atendía la caja con Rodrigo durmiendo en una caja de cartón forrada con frazadas, justo a mis pies. No me apartaba de él ni un segundo. Él era el motor de nuestro esfuerzo. Dormía pocas horas, amasaba, horneaba y soñaba despierto. Reinvertíamos cada peso ganado. Éramos socios, compañeros, amantes y soldados en la misma trinchera.
Poco a poco, el esfuerzo dio sus frutos. La panadería creció. Contratamos ayuda. Abrimos otra sucursal, y luego otra. Y nuestro Rodrigo, nuestro milagro, creció para convertirse en un hombre brillante que quería estudiar Medicina. El día que ingresó a la universidad, lloramos como niños. Él era la materialización de todas nuestras noches en vela, de todas las monedas contadas, de todo el amor que le habíamos dado.
Pero la vida tenía preparada otra prueba, la más cruel. En su tercer año, conoció a Scarlet. Una chica de nombre estridente y actitud rebelde que desde el primer minuto me erizó el alma. Algo en ella gritaba dolor, pero yo, en mi papel de madre protectora, solo veía una amenaza para mi hijo. Pronto, la noticia nos dejó sin aliento: Scarlet estaba embarazada. Mi mundo se desmoronó. Las ilusiones que tenía para Rodrigo se quebraban. Pero cuando sus padres la echaron de casa, no lo dudamos. "Ella lleva a nuestro nieto", dijo mi marido con una calma que me serenó. La recibimos.
La convivencia fue un campo minado. Su carácter era difícil, impredecible. Intentamos ayudarla, pero había un muro que no lográbamos traspasar. Luego nació Mateo. La primera vez que lo sostuve, una luz nueva iluminó mi vida. Era como volver a tener a Rodrigo en brazos. La casa se llenó de risas y de llantos de bebé. Pero Scarlet se apagó más. No había conexión con Mateo, solo una lejanía desgarradora. Se negaba a buscar ayuda. Y luego, una noche, se esfumó. Se levantó, como si fuera por un vaso de agua, y caminó directo hacia su oscuridad. Camino dos kilómetros en pijama y descalza hasta el río, para no volver jamás. La policía encontró su cuerpo y las terribles grabaciones que mostraban su caminata final. Sufría un trastorno severo que desconocíamos y había abandonado su tratamiento antes de que se viniera a vivir con nosotros. La noticia nos destrozó. Ver a mi hijo sufrir así, cargar con ese dolor y la responsabilidad de un bebé, fue una de las épocas más oscuras de nuestras vidas.
El tiempo, ese médico silencioso, curó las heridas, pero las cicatrices quedaron. Rodrigo, con una fortaleza que me llenó de orgullo, se levantó. Juntos como familia nos ocupamos de Mateo con todo nuestro amor. Terminó su carrera. Conoció a Laura, una mujer dulce, sensible y tan brillante como él. Una doctora que miró a Mateo no como una carga, sino como un regalo. Y que le devolvió la sonrisa a mi hijo.
Y hoy... hoy están ahí. Listos para embarcar hacia un nuevo futuro en Alemania. Mateo, ya un niño, nos mira con sus ojos curiosos. Rodrigo se acerca y me abraza fuerte.
"Gracias, mamá", susurra en mi oído, su voz quebrada. "Gracias por todo. Porque nunca me dejaste solo, por todo ese amor que siempre me diste, por esa visión de vida que me inculcaron junto a mi padre, por aceptar a Scarlet a pesar de la incomodidad que sentías con ella, por querer a Mateo como si fuera tuyo... por ser mi tesoro de madre".
No pude hablar. Solo asentí con la cabeza, ahogando un sollozo en su hombro.
Se desprende y se va. Laura me abraza. "Lo cuidaré", promete. Y yo sé que es verdad.
Los vemos alejarse, fundirse con la multitud hasta desaparecer detrás de la puerta de embarque.
Quedamos solos. El silencio es ensordecedor. Mi esposo me envuelve con su brazo, el mismo que me sostuvo en la pieza al fondo de la casa, en el hospital, en la panadería, en el funeral de Scarlet. Su mano, áspera y marcada por años de amasar esperanzas, acaricia la mía.
"Volvemos a ser solo tú y yo, mi amor", dice con una voz ronca por la emoción.
Lo miro. En sus ojos ya no está el joven panadero, pero sí el mismo amor que lo impulsó a elegirme a mí sobre todo lo demás.
"Sí", respondo, apoyando la cabeza en su hombro mientras una lágrima final recorre mi mejilla. "Pero mira todo el amor que dejamos atrás. Mira todo lo que construimos. Nuestro nido ya no está vacío... está lleno de los ecos de toda esa felicidad".
Y agarrados de la mano, como aquel primer día, nos damos la vuelta para enfrentar el silencio de nuestra casa, sabiendo que, aunque parte de nuestras almas se fue en ese avión, la historia de nuestro amor lo llenó todo, y ese legado de lucha y amor viaja ahora a otro continente, desconocido y lejano.


Guido Berly

Comentarios

  1. Berly, me encantó esta historia, es como si contarás mi propia vida, me lleno de recuerdos vividos y del vacío que queda en nuestra casa cuando los hijos se van a vivir su propia historia.
    Muchos cariños y un gran éxito.

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  2. Que emoción,la verdad muchas veces una realidad.
    Exito en todo,llegas al alma no solo al corazón.

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  3. Creo que la vida vivida no se centra en la nostalgia de lo perdido sino en la construcción compartida , una pareja como un árbol que resistió tormentas ,hermoso relato podemos decir Viva el amor verdadero ,cuanto debemos aprender en cada relato

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