CASI NOSOTROS
La luz de la pantalla del móvil iluminó mi rostro en la penumbra del dormitorio. Al otro lado, mi esposo respiraba pausado, ajeno al terremoto que acababa de estallar en el silencio de la noche. Una notificación. Una simple solicitud de amistad. Y un nombre. Su nombre.
El corazón, ese traidor incorregible, se encogió y luego galopó como un caballo desbocado contra mis costillas. ¿Después de tantos años? ¿Por qué ahora? Mis dedos dudaron sobre la pantalla, un campo de batalla entre la curiosidad que me quemaba por dentro y la cordura que me gritaba que no lo hiciera. Rechacé. Era lo sensato, lo correcto. Pero él, testarudo como siempre, volvió a enviarla. Y esa vez, la cordura perdió. Acepté. Y con ese clic, se abrió de par en par la compuerta que durante años mantuve cerrada a cal y canto.
Así comenzó todo. Un “me gusta” aquí, un comentario allá. Mensajes privados que empezaron siendo inocentes, preguntas sobre la vida, el trabajo, los hijos. Pero entre línea y línea, en los silencios cargados entre una respuesta y otra, volvía a florecer aquel lenguaje secreto que solo nosotros dos conocíamos. El mismo de cuando teníamos diecisiete años y nos mirábamos en el pasillo del colegio, diciéndonos todo sin pronunciar una sola palabra.
Concretamos una cita. La primera vez, al verlo, el mundo entero se desdibujó. Los autos, la gente, el ruido de la ciudad… todo se volvió un borrón gris. Solo él estaba en foco, nítido, real. Y sus ojos… Dios, sus ojos. Me miró como solo él sabía hacerlo: como si en mí estuviera todo el misterio y la belleza del universo. Esa mirada que atraviesa capas y máscaras y llega directa al alma, desnudándote, reconociéndote. Nadie, en todos estos años, me había mirado así. Ni siquiera mi esposo en nuestros mejores momentos. Fue un impacto tan visceral que sentí que me faltaba el aire.
Quería correr hacia él, enterrar mi rostro en su cuello, sentir sus brazos alrededor de mi cintura como antaño, cuando éramos libres y el futuro era una promesa y no una serie de decisiones irrevocables. Él también lo deseaba; lo vi en la tensión de su mandíbula, en el modo en que apretó los puños, conteniendo el torrente de emociones. Pero no lo hicimos. Un muro invisible, construido con anillos de boda, promesas hechas y la lealtad con la vida que hasta ahora construimos se interpuso entre nosotros. Hablamos, con voces que temblaban, de trivialidades. Pero nuestras miradas gritaban la verdad.
Al despedirnos, se inclinó para un beso en la mejilla. Su aroma, una mezcla de jabón limpio y algo inherentemente suyo, me envolvió. Su aliento caliente rozó mi piel y fue una tortura exquisita. Cada poro de mi cuerpo se erizó, alerta, vivo, reaccionando a su cercanía de una forma primitiva e incontrolable. Fue lo más terrible: tener que dar media vuelta y alejarme, con cada fibra de mi ser clamando por volver atrás.
Los mensajes se intensificaron después de eso. Ya no había lugar para las medias tintas. Una noche, a través de una fría pantalla, nos confesamos lo inevitable. "Siempre te amé", escribió él. "Yo también a ti", respondí, y fue como volver a la vida después de una larga y gris existencia. Pero también era morir, porque con cada palabra éramos más conscientes del abismo que nos separaba. Nos preguntábamos el porqué, maldecíamos al destino y a las personas que nos separaron, soñando con un "qué pasaría si" que jamás se cumplió.
Mi conciencia, sin embargo, empezó a ganar la batalla. Cada notificación suya era una puñalada de culpa. Veía a mis hijos reír y sabía que este amor, por puro e intenso que fuera, tenía el potencial de arrasarlo todo. Tomé la decisión más difícil de mi vida. Le dije que no podía seguir, que era el final. Él insistió, rogó, argumentó. Y yo, para alejarlo de una vez por todas, para proteger lo que había construido y para protegerlo a él de mí misma, le dije cosas duras, cosas que no sentía pero que necesitaba que creyera. Palabras cortantes como cuchillas que lo alejaron, pero que también me desgarraron por dentro. Con cada mensaje frío que enviaba, una parte de mi corazón se marchitaba y moría. Sabía que lo estaba dañando, que estaba pisoteando el amor más puro que había sentido, pero era la única salida. Si seguía, caeríamos. Y lo habríamos concretado "en todas las formas posibles", entregándonos a un fuego que, después del éxtasis, solo habría dejado cenizas y dolor a nuestro paso.
Aún hoy, sé que mira mis publicaciones. A veces aparece un perfil sin foto que ve mis historias, y sé que es él. Inventa nombres, se esconde, pero yo reconozco su presencia digital como reconocía sus pasos en el pasillo. Es uno de esos amores que marcan para siempre, una huella imborrable en el alma.
Y luego vino la reflexión más cruda: él tiene pareja. ¿Por qué me buscaba entonces? La conclusión me dolió, pero me dio paz: tal vez, solo tal vez, se estaba aprovechando de lo que sabía que yo sentía por él. Que no respetaba ni a su pareja ni a la mía, y que solo quería satisfacer un deseo físico latente, la curiosidad de lo que nunca probó. Y yo, aunque mi cuerpo me gritaba que sí, no puedo ser desleal. El hombre que tengo a mi lado quizás ya no despierte en mí la tormenta de sensaciones que él provoca, pero yo elegí estar con él. Lo elegí en su momento, con todas sus consecuencias, y debo hacerme cargo de esa decisión. La lealtad es una elección diaria, no solo un flechazo. Si un día deseo otro camino, primero debo terminar honradamente este, sin engaños, sin daños colaterales.
Hoy vivo con el fantasma de lo que pudo ser y no fue. A veces, una canción, un lugar, el aroma de la lluvia en el cemento me transportan a él y me sumen en una tristeza profunda. Pero también vivo con la conciencia tranquila. Puedo mirar a mis hijos a los ojos, puedo acostarme junto a mi esposo, sin el peso agobiante de un secreto. Aprendí que a veces, el amor más grande no es el que se conquista, sino el que se renuncia por un bien mayor. Que hay que respirar hondo y ver las cosas con la cabeza fría de adulto, y no con el corazón ardiente de una adolescente o, peor aún, con el fuego ciego de la pelvis.
Hace un tiempo atrás, revisando contenido en TikTok, me encontré con una persona cuyos videos me hacen reír mucho y me suben el ánimo en esos días grises. Acierta perfectamente en las emociones que siento, como si me conociera de toda la vida. Sus reflexiones, tan llenas de verdad y a la vez de una dulce ironía sobre el amor y la vida, fueron el empujón que necesitaba. Fueron ellas las que, sin saberlo, me animaron a contar esta historia, mi historia... a darle forma a este nudo de sentimientos y ponerlo en palabras para, quizás, poder soltarlo un poco.
Hoy soy una mujer que elige ser feliz en su día a día. Disfruto del café de la mañana, de la risa de mis hijos, de la tranquilidad de mi hogar. Y sí, nunca lo olvidaré. Lo amé desde la adolescencia. Nos amamos en silencio, y en silencio se quedará.
Ahora ya es tarde. El barco zarpó hace mucho y nuestros puertos son diferentes. Y yo, miro su contenido a escondidas a veces, pienso... y recuerdo. Pero desde lejos. Siempre desde lejos. Porque algunos amores son así: hermosos y desgarradores precisamente porque nunca llegaron a ser.
Guido Berly
Una historia de decisiones fuertes tomada del reencuentro... donde se pende de un hilo la estabilidad emocional, donde muestra los ciclos no cerrados y que esto trae consecuencias tarde o temprano, una historia que se ha vuelto muy común con esto de las RRSS, es difícil decidir...no es fácil. Pero la protagonista logró analizar y tirar una decisión correcta o no eso queda a opinión de cada lector.
ResponderEliminarElla reconoce que la pasión del recuerdo puede ser intenso ,pero el amor cotidiano aunque desgastado por la rutina es más sólido y real ,muy bonita historia ,nos hace meditar, quien no tiene un recuerdo de ese amor que te hizo temblar por un momento de la vida en que te asomabas a la pasión .
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