EL ATAÚD SOLITARIO



El bolígrafo pesaba de tal manera que hacía parecer que algo invisible aplastaba mi mano sobre el papel. La firma, un garabato tembloroso sobre el frío documento, autorizaba a la funeraria para realizar los últimos trámites necesarios para organizar el funeral. Un suspiro colectivo, casi audible, recorrió a los hombres de negro cuando solté el lápiz. Su trabajo aquí había terminado. Con murmullos de condolencia que resbalaron sobre mí como gotas de lluvia sobre cristal, se deslizaron fuera de la penumbra de la iglesia. La puerta pesada se cerró con un eco definitivo.

Y entonces, quedé sola, y el silencio inundó la pequeña capilla amplificando los sonidos dentro de ella.

Sola con el ataúd, un objeto frío e impersonal que contenía lo que quedaba de mi tía Adela. El aire olía a cera de velas, a polvo rezagado y a una desolación profunda. Me hundí en la primera banca, y sentí la madera dura bajo mis muslos, la espalda recta por un hábito de fortaleza que sentí como una coraza demasiado pesada. Mi mirada, inevitablemente, se posó en la urna. No lloré por ella. No podía. Pero en su reflejo opaco, en el vacío absurdo de esa despedida sin lágrimas ni palabras verdaderas, vi un espectro. El espectro de un futuro posible. Mi futuro.

No me considero una mujer débil. La vida, esa forjadora implacable, se encargó de eso desde temprano. Nada me fue dado. Cada logro, cada centavo, cada respiro de seguridad lo extraje con uñas y dientes del granito de la adversidad. Criarme en la sombra de la escasez, mientras la tía Adela paseaba su opulencia por medio mundo, templó mi carácter como el acero. Ella, con sus vestidos de seda y sus amistades "a su altura", nos miraba a mis hermanos y a mí, los hijos del hermano pobre, con una mezcla de lástima y desdén. Su cariño era un país lejano, inaccesible. El amor, en su mundo, parecía una moneda devaluada, un lujo innecesario para quien podía comprar asistencia.

Y mira dónde terminó. En una urna solitaria, en una iglesia vacía, acompañada solo por una sobrina a la que nunca quiso, que estaba allí por obligación moral, no por afecto. Pedí días de mis preciadas vacaciones para eso. ¿Por qué? Porque no había nadie más. Nadie que sintiera su ausencia como un vacío en el alma. Sus amistades de salón, sus conocidos de alto vuelo se evaporaron cuando la enfermedad empezó a cobrar factura. Terminó sus días en una suite de lujo de una residencia, atendida por rostros profesionales que cambiaban cada ocho horas. Manos que la movían, voces que le preguntaban si necesitaba algo, miradas que calculaban las horas del turno. Ninguna mano que la sostuviera por ternura. Ninguna mirada que brillara solo por verla. Vivió rodeada de todo, menos de lo único que al final importa: el calor humano. Murió mucho antes de que su corazón dejara de latir. Murió en la soledad absoluta. Eso, pensé con un escalofrío que me recorrió la espina dorsal, es estar muerta en vida. Es ser un fantasma que respira, un mueble caro en una habitación silenciosa. Peor que la muerte física. Un ataúd solitario mucho antes de necesitar la madera.

El eco de esa verdad resonó en el silencio de la iglesia y golpeó con la fuerza de un mazo las paredes de mis propias ilusiones. Porque yo, en mi fortaleza autosuficiente, también he construido muros. Mi matrimonio, ese castillo que juré sería eterno, se desmoronó entre reproches silenciosos y agendas que nunca coincidían. Quizás le di demasiado al trabajo, ese refugio seguro donde los números sí obedecen y el esfuerzo sí se paga. Quizás simplemente dejamos de vernos, de tocarnos, de querernos en el sentido más profundo. El fracaso aún duele, como una herida mal cerrada.

 

Pero tengo a mis hijos. Martín y Sofía. Mis dos luces, mi razón para seguir luchando cuando todo parece oscuro. Los quiero con una ferocidad que me asombra, y sé, lo sé en las fibras más íntimas, que ellos me quieren también. Martín, el mayor, con su sonrisa amplia y su espíritu aventurero, se fue hace dos años a Australia. Las videollamadas son destellos de alegría en la rutina, pero no sustituyen el peso de su cabeza en mi hombro. Sofía, mi niña inteligente y determinada, acaba de partir a estudiar su máster a Estados Unidos. La emoción en sus ojos al embarcar era contagiosa, pero ese día, en esa soledad de iglesia, esa emoción se transformó en un puñal de hielo. "Lo más probable es que yo también me quedé sola", susurré al aire frío. La frase, apenas audible, retumbó como un trueno dentro de mí.

La imagen se impuso con claridad aterradora: Yo, décadas después, en una habitación impersonal. Una residencia quizás elegante, pero fría. Rostros profesionales entrando y saliendo. Manos que me dan de comer, que me cambian, que cumplen un horario. Nadie que me mire con ese brillo único, ese amor espontáneo que nace del vínculo. Nadie que tome mi mano porque quiere sostenerla y no porque es su trabajo. La idea me hizo temblar. Un temblor visceral, primitivo, que surgió de las entrañas y sacudió mi cuerpo entero, desafiando mi famosa fortaleza. No era miedo a la muerte. Era terror a la desolación vital. Terror por la idea de convertirme en un eco, en un espectro invisible en mi propia vida. Terror a ser, exactamente como mi tía Adela, un ataúd solitario en un cementerio olvidado, sin una palabra sincera de afecto susurrada sobre mi tumba. ¿Qué significaría mi vida entonces? ¿Para quién habría importado realmente?

El silencio de la iglesia se volvió opresivo. El brillo frío de la urna parecía burlarse de todas mis conquistas materiales, de mi carrera exitosa, de mi capacidad para darme gustos. ¿De qué servía todo eso si al final el vacío era el mismo? Si la soledad era el paisaje final. Me levanté, con las piernas inestables. Me acerqué al catafalco. No para rezar por Adela, sino para confrontar el símbolo de mi miedo más profundo. Extendí una mano y toqué la superficie pulida y helada de la urna. El frío me penetró hasta los huesos. Era el frío de la ausencia, del olvido y de la conexión perdida.

Pero en ese contacto glacial, en el corazón mismo del terror, surgió algo más. Una chispa. No de resignación, sino de una rabia santa y de una determinación renovada. No. La palabra brotó de mis labios, firme, rompiendo el silencio como un cristal.

No será mi destino.

Aún me quedan años. Muchos, si la suerte y la salud me acompañan. Y no los desperdiciaré inmersa solo en el trabajo, ese refugio seguro pero estéril. No permitiré que el miedo a la soledad me paralice, ni que el fantasma de mi tía dicte mi futuro. La lección de Adela no es solo una advertencia sombría; es un mapa invertido. Muestra el abismo, sí, pero también ilumina el único camino para evitarlo: los vínculos. El amor, la conexión auténtica, la vulnerabilidad compartida. Eso era el verdadero aire, lo único que evitaba la asfixia vital.

Sacudí la cabeza, apartando la mano de la urna fría. El gesto fue como soltar un lastre. Respiré hondo, llenando mis pulmones no del aire viciado de la iglesia, sino de una promesa. Me giré, alejándome del catafalco, de la sombra de Adela. Caminé hacia la puerta pesada, mis pasos ganando firmeza con cada zancada. Afuera, el mundo seguía su curso indiferente. Pero yo ya no era la misma.

Abrí la puerta y la luz del atardecer me dio de lleno en el rostro. Era cálida. Viva. Metí la mano en el bolsillo de mi abrigo y sentí el borde duro de mi teléfono. Lo deslicé fuera. No para revisar correos del trabajo. Busqué en la galería hasta encontrar una foto reciente. Martín y Sofía, sonriendo bajo el sol abrasador de Sidney, abrazados, haciendo muecas tontas a la cámara durante nuestra última videollamada. Sus ojos brillaban. El amor, puro y desordenado, emanaba de la imagen.

Una sonrisa genuina, la primera en horas, afloró en mis labios. Ahí estaba mi brújula. Ahí estaba el antídoto contra el ataúd solitario. No era garantía absoluta, lo sabía. La vida es caprichosa. Pero era mi campo de batalla. Dediqué un momento a mirar esa foto, a absorber su calor, a recordar la textura de sus voces y la sensación de sus abrazos. Luego, guardé el teléfono con un cuidado nuevo, como si protegiera un talismán.

Caminé hacia mi automóvil con la cabeza alta, no con la altivez de antes, sino con la determinación de quien ha mirado al abismo y ha elegido construir un puente. La soledad de Adela era una tumba anticipada. La mía será un espacio para llenar y un desafío a conquistar. Llamaré a Sofía esta noche, no para controlar, sino para escuchar sus aventuras, para reírme de sus tropiezos, para decirle, sin pudor, cuánto la extraño. Le escribiré a Martín, contándole lo de hoy, no para cargarlo, sino para compartir la reflexión, para reforzar el hilo que nos une a través de los océanos. Buscaré a esa amiga de la universidad con la que perdí contacto… quizás tomar un café. Abriré puertas que había cerrado por orgullo o por miedo.

El trabajo seguirá siendo importante, sí. Es parte de mí. Pero ya no será la muralla tras la que me escondo. Será el andamio que me permitirá construir algo más duradero que el éxito profesional: una red de afectos verdadera, tejida con tiempo, atención y la valentía de necesitar y ser necesitada.

Arranqué mi automóvil. El motor ronroneó, un sonido vivo, presente. Miré por última vez la silueta sombría de la iglesia por el retrovisor. El ataúd de Adela quedó allí, un símbolo frío de lo que yo rechazaba con toda mi alma. Mi camino es definitivamente otro. Un camino donde la soledad pueda visitarme, pero nunca quedarse a vivir. Un camino donde el último adiós, cuando llegue, no sea en el silencio del olvido, sino en el eco cálido de una vida sentida, compartida y amada. Porque entendí, en el frío reflejo de aquella urna, la verdad más esencial:

El amor no es un lujo. Es el aire mismo. Y yo, fuerte, luchadora y superviviente, respiraré profundamente de él cada día que me quede por vivir.


Guido Berly


Comentarios

  1. Este relato me parece es una llamada potente a vivir intensamente ,antes que la soledad al final de nuestras vidas nos sorprenda ,el amor es la clave si vivimos con el corazón abierto de no postergar afectos ,al final dejaremos una huella que acompañara en el último suspiro, gracias por esta reflexión Guido,

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  2. Tu escrito me hizo darme cuenta que en esta vida hay que vivir intensamente el amor y no postergar afectos , ya que el amor que entreguemos dejara huellas que nos acompañaran en nuestro último adiós.

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  3. Tu escrito me hizo darme cuenta lo importante que es vivir el amor intensamente y que no debemos postergar nuestros afectos por vivir trabajando ,sino construir una red de afectos verdaderos.

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  4. Conozco muy bien esa sensación ,ese hielo recorriendo tu cuerpo,que te paraliza y te quita el apetito,habiendo sepultado ,mi madre,mi padre,mis 6 hermanos y últimamente mi nieta,doy fé,que el dinero es efímero,lo realmente importante,es compartir con tus seres amados a tiempo, sin dejarlo para después.No es que el dinero no sea útil, de ahí ,la importancia saber distinguir ,que es lo que realmente tiene valor ,mi experiencia de vida me ha enseñado,que NO me deslumbra álguien adinerado,pues ya conocí ese terreno y NO siempre hay paz y felicidad,Dios le siga bendiciendo en sabiduría berly...

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  5. Esta reflexión nos hace pensar primero que es un tema difícil que pocos desean hablar o se evita más cuando hemos perdido un ser querido.asi como se habla que la muerte es una transformac.del cuerpo la trascendencia del alma..es darte cuenta de que nada material es importante que solo el tpo es para siempre..te pones a pensar en el vacío del porque no lo hice,dije,estuve,etc etc tantas cosas que no hiciste en vida y es darte cuenta que el tpo si importa de qué es corto de qué se va y no regresa

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  6. El amor no es un lujo.Es el aire mismo.Y yo,fuerte,luchadora y superviviente respirare profundamente de el cada día que me quedé por vivir.
    Nada más que decir 💜

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