DONDE HABITA LA PAZ
El Jardín de Santiago.
El silencio en la casa de Santiago no era vacío, sino un tejido vivo. Era el murmullo de las páginas al ser volteadas a medianoche, el suspiro de las suculentas al recibir los primeros rayos del alba, el crujido complaciente de la vieja silla de mimbre que guardaba la forma exacta de su cuerpo. Aquel refugio olía a hogar, a café recién molido y a tiempo detenido. No era lujoso, ni ordenado según cánones ajenos. Era un territorio sagrado donde cada objeto —una piedra con forma de corazón encontrada en una playa solitaria, un libro subrayado con tinta desvaída, el jarrón de barro imperfecto hecho por sus manos— guardaba un fragmento de su alma. Aquí, Santiago había aprendido a respirar sin máscaras.
Su amor nunca fue de gestos grandilocuentes. Era el café servido puntualmente cada mañana, aunque fuera amargo como sus verdades. Era la escucha atenta cuando las palabras pesaban, sin interrumpir con soluciones prematuras. Era el espacio respetado, el silencio compartido sin ansiedad. Él no hablaba el lenguaje cifrado de los suspiros románticos; necesitaba palabras claras como cristal, directas como flechas. Olvidaba cumpleaños, sí, pero recordaba el dolor de cabeza persistente de Elisa y dejaba las pastillas junto a su vaso de agua. No adivinaba deseos ocultos, pero si ella decía "necesito abrazos hoy", sus brazos se convertían en un puerto seguro, inquebrantable.
Elisa irrumpió en su vida como un caleidoscopio quebrado, deslumbrante y desconcertante. En la librería de techos altos y polvo dorado, su risa sonó como campanillas en una catedral vacía. "Eres exactamente lo que necesito", afirmó, con una certeza que a Santiago le heló la sangre. ¿Necesita?, pensó con un escalofrío interno. Había oído ese verbo antes, en boca de Marina, como un martillo que forja cadenas. La vio acercarse, radiante, y una alarma interna resonó en sus huesos: era la mirada del arquitecto, no de la habitante. La mirada que no veía el jardín silvestre, sino el terreno baldío donde construir su mansión de sueños. Y aún así, contra el susurro de sus fantasmas, abrió la puerta. Le ofreció café en su taza favorita, la que tenía una grieta reparada con oro, símbolo de sus propias cicatrices. Abrió, apenas, un resquicio de su paz.
Las primeras grietas fueron sutiles, como rajaduras en un espejo antiguo. "¿No quieres tomarme la mano aquí?", preguntaba Elisa en el mercado, con un dejo de decepción que le punzaba el pecho. Para Santiago, el amor no era una exhibición pública; era la mano firme sosteniéndola cuando las mareas de la ansiedad subían en la intimidad de la noche. "¿Por qué nunca me sorprendes?", reclamaba ella, con lágrimas asomando. Él sentía un nudo en la garganta: "Dime qué te haría feliz, Elisa. Lo anotaré. Lo haré con todo mi corazón. Pero no sé leer las estrellas en tus ojos, solo tus palabras". Quería darle el mundo, pero en su idioma: con acciones concretas, con presencia, no con adivinanzas que siempre fallaban. Ella anhelaba fuegos artificiales; él ofrecía el calor constante de una hoguera.
Luego llegó la invasión del jardín interior. Elisa recorrió su hogar con ojos de decoradora. "Es tan... austero", dijo, rozando con dedos ligeros las hojas carnosas de una vieja Echeveria que Santiago había salvado de una sequía. Cada suculenta era un testigo: la Haworthia que floreció tras un invierno duro, el cactus espinoso que sobrevivió a su torpeza inicial. Eran símbolos de resistencia, de belleza en la adaptación. Elisa trajo orquídeas exóticas, criaturas de pétalos seductores que exigían humedad constante y atención obsesiva. Las colocó junto a los cactus, un contraste violento. "¡Les dará vida!", exclamó. Santiago sintió un dolor agudo, como si le arrancaran una parte de su piel. No era suma; era imposición. El mensaje era claro: Tu belleza no basta. Mi estándar es la ley.
El cumpleaños olvidado fue la grieta que se convirtió en abismo. "No lo recuerdas, ¿verdad?", dijo ella, con una voz quebrada que simulaba sorpresa pero rezumaba acusación. Él, fiel a su pacto con la verdad, bajó la cabeza: "No, Elisa. Pero si me dices qué día es, qué te gustaría hacer, lo grabaré aquí", se tocó la sien, "y aquí", el pecho. "Lo haré porque te importa". Pero ella no quería calendarios ni compromisos explícitos. Anhelaba la alquimia del "deberías saberlo", la prueba mágica de una conexión telepática que nunca existió. Quería ser descifrada, no amada en su lenguaje llano.
La noche de la ruptura no tuvo truenos ni portazos. Fue un colapso silencioso, como el derrumbe de una duna. Elisa mencionó, una vez más, una "sorpresa" que nunca llegó. Y Santiago sintió cómo algo esencial se resquebrajaba dentro de él, con un sonido seco y definitivo. No fue ira. Fue una tristeza oceánica, densa, que llenó cada rincón de su ser con un peso de plomo. Se levantó despacio, como si el aire se hubiera vuelto miel negra. Sus ojos, siempre francos, encontraron los suyos con una claridad que cortaba el aliento.
—Mírame, Elisa —su voz era un río profundo, arrastrando piedras de experiencia—. Mírame de verdad. ¿Ves al hombre que está frente a ti? ¿Al que prefiere el silencio compartido a las palabras huecas? ¿Al que cultiva plantas resistentes y lee hasta el amanecer? ¿Al que necesita que le digas "aquí duele" para poder sanar? ¿O solo ves… un espacio en blanco? Un lienzo donde pintar al príncipe de tu cuento. —Hizo una pausa, el dolor convertido en elocuencia—. Si me amas, amarías este desorden ordenado, este amor que no grita pero construye. Amarías mi forma. No la caricatura romántica que exige tu herida.
Ella sollozó, las lágrimas surcando su rostro como ríos en tierra árida. "¿Así que rechazas el amor? ¿Rechazas construir algo hermoso conmigo?".
Santiago cerró los ojos un instante. Respiró el aroma de sus libros, de sus plantas, de su propia historia. Cuando los abrió, había una paz triste, pero inquebrantable, en su mirada.
—Rechazo… dejar de existir. Lo que te duele no es mi falta de amor, Elisa. Es mi negativa a desaparecer. A ser esculpido, pulido, reducido para encajar en tu molde. Lo que amas no es a mí. Es el fantasma que proyectas sobre mí. Y yo —su voz tembló ligeramente, pero se sostuvo— ya viví dentro de un disfraz. Con Marina. Y casi me mata. No pagaré ese precio otra vez. Ni por ti. Ni por nadie.
La salida fue un ritual de dolorosa dignidad. No hubo gritos, ni reproches finales. Solo el crujido de la puerta al cerrarse, un sonido pequeño que resonó como un gong en el corazón de Santiago. Se quedó inmóvil en el centro de su salón, rodeado de sus libros fieles, sus plantas silenciosas, su taza de café ahora fría como la certeza que lo habitaba. No sintió alivio inmediato. Tampoco el aguijón del arrepentimiento. Solo una tristeza profunda, limpia, como la que sigue a una cirugía necesaria. Era el dolor de la autenticidad reconquistada.
Respiró hondo. El aire olía a tierra regada, a papel añejo, a libertad recuperada. Recorrió cada rincón con la mirada: la silla torcida que lo abrazaba perfectamente, las piedras con formas imposibles en el alféizar, la chaqueta de cuero colgada, esperando aventuras solitarias. Sintió una integridad vibrante, una soledad que no era ausencia, sino plenitud. Era la soledad del árbol bien enraizado, que no necesita enredaderas ajenas para sostenerse.
Y en esa quietud, la epifanía llegó, no como un rayo, sino como la luz constante del amanecer:
Hay soledades que son fortalezas. Hay amores que son disfraces costosos para esconder el vacío de no saber estar consigo mismo. Y hay una paz, fragil y poderosa, que solo florece cuando se tiene el coraje de habitar el jardín propio, sin pedir perdón por las flores que se elige cultivar.
Su jardín silvestre, un poco herido, pero esencialmente intacto, susurraba su verdad más profunda: La paz no habita donde no hay conflictos, sino donde el alma puede respirar sin máscaras.
Guido Berly
Conmovedor y a la vez desafiante, éste escrito bendiciones berly
ResponderEliminarLa paz a la que aspira el protagonista pienso que surge después de analizar su vida en pareja ,habla también de una madurez emocional ,priorizar su calma sin conflictos ,algunas veces las despedidas no son fracasos sino una liberación . gracias Guido por una nueva reflexión.
ResponderEliminarVivir en pareja es un desafío, pero también es un conocerse y ser auténtico ,sin máscaras .Cuando amas de verdad aceptas a tu pareja con sus virtudes y sus defectos y no pretendes cambiarlo.. Gracias Guido porque con tus escritos no invitas a reflexionar.
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